Joker, la película. Una reseña

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Reseña sobre Joker, la película de Todd Phillips
Acabo de ser testigo de una obra de arte de una densidad tal que hacía tiempo no veía: Jocker – El Guasón. En su reseña sobre la misma, el sagaz Michael Moore dice que el film aspira a tener el vuelo de los de Stanley Kubrick y tiene razón.
Creo que fue en el verano del 1977 que vi la Naranja mecánica en Punta del Este. También en esos años de la dictadura vi Hair (película), más tarde Busco mi destino (Easy rider) y ya para finales de los 70tas, principio de los 80tas, El resplandor; también de Kubrick. Casi todas prohibidas en el país por entonces.
Todas estas películas tenían por estructura común el mismo esquema tripartito. Sus protagonistas, en general alguien quién se rebelaba contra el sistema, el sistema que eran las instituciones o fuerzas de poder que pretendían mantener el statu quo. Finalmente estaba el público o espectadores o lectores y al que llamaré Pueblo, que tomaba partido en la tensión que se provocaba en estas obras entre el protagonista y el sistema, tensión siempre tremenda y disonante.
No voy a referirme a todas sino en especial a La naranja mecánica de Kubrick, es con la que Moore me hizo reenganchar. Más específicamente a su personaje principal: Alex DeLarge. Alex es un tipo hooligan, patotero, sociópata que sale de noche atacar casas de “ciudadanos respetables”. La película muestra ese viaje y su desenlace: Alex tratando de resocializarse y todas las instituciones tratando de hacer que encaje de alguna forma.

Hasta aquí por todas las mencionadas se ve desfilar el Vigilar y castigar básico de Michel Foucault. Estas películas tenían un común denominador: buscar una manera de reencausar o anular lo torcido, lo que se había salido de madre para reinstitucionalizarlo. La naranja mecánica es especialmente eficiente en esto. El normal flujo de la sociedad de ciudadanos correctos es perturbado por un grupúsculo de indeseables torcidos y, como explica Foucault, los resortes de las instituciones o el poder tratando de ponerlos en caja, es decir: invisibilizándolos.
Relato esto como Pueblo espectador que dentro del marco de la dictadura militar que había en la Argentina, tomaba partido y empatía con esos rebeldes: el muchachito incomprendido que vuelca su agresión hacia cualquiera, el hippie que no quiere ir a Vietnam, los dos aventureros que emprenden un viaje para comprar droga en Mexico, el tipo normal, padre de familia que de a poco deviene en un loco perverso que se vuelve contra su propio núcleo familiar. La misma dictadura mostraba lo que pasaba en el país de esa manera. Unos loquitos trasnochados tratando de disputar el poder militar a las todopoderosas fuerzas armadas, órgano ejecutivo del establishment de entonces.
Lo que quiero hacer notar es que esa empatía que se establecía entre el Pueblo y los protagonistas no era algo casual, era una consecuencia buscada. Era el producto de pretender superponer los injustamente torcidos en contraposición con un marco de lo aparentemente correcto. Establecer esa diferencia.
Para decirlo de una manera gráfica y evocando a mi amiga Silvia Adoue, es una manera similar a la operación que hace Sarmiento cuando nos muestra a Facundo. Si «En la primera —parte del Facundo, libro— hay una descripción geográfica del llano, en la segunda hay una descripción de los tipos humanos que en él viven y sólo en la tercera aparece la crónica histórica. El orden supone una relación causal: es la naturaleza que determina el carácter del pueblo y es esa naturaleza casi zoológica que genera la historia. El substrato ideológico es conformado por las teorías climáticas, las teorías raciales y el darwinismo social spenceriano. Es sobre esa base que se fundó el ideologema ‘civilización y barbarie’ como modelo explicativo del retraso relativo de las naciones latino-americanas», concluye Adoue en esta preclara definición del par «civilización y barbarie».
Sin embargo, en el Joker de Todd Phillips que Joaquin Phoenix compone de una forma genial, esta fórmula está totalmente invertida y desbaratada. Arthur es la contracara de Alex. No era el Pueblo el que echaba mano de las instituciones para anular e invisibilizar a los torcidos, a los bárbaros. Joker es un emergente de ese Pueblo y es el Pueblo el que pide por él, aunque el sistema —De Niro— se resista a visibilizarlo.

Arthur Fleck bien podría haber sido el Alex DeLarge de la película de Kubrik, pero no lo es. Arthur al ir mutando de «niño bueno que quiere hacer feliz a los demás» para devenir en el personaje público «comediante» que termina siendo, es todo lo contrario. Todo está al revés en Arthur, se ríe cuando tiene que llorar, mejor dicho, su llanto es una risa, una mueca.
Si la «careta» en el teatro y la «persona» en la vida real son máscaras que se utilizan para ocultar lo que realmente queremos esconder; en Joker máscara es sinónimo de liberación. Deja fluir nuestra esencia.
Arthur no es un pobrecito, un inadaptado, un loquito suelto al que el sistema pretende anular. Arthur es el emergente liberado y liberador para el Pueblo, por eso éste lo reclama. Una especie de líder populista que encarna todas las demandas de los demás. Es quién llena los significantes vacíos, las diversas demandas sociales que tienen un común denominador, el cuestionamiento del sistema opresivo donde viven. Y allí estamos nosotros el Pueblo, empatizando.
Joker viene de la palabra joke que significa broma, engaño, chiste. Es la palabra con la que se denomina al bufón, chistoso, jodón. También en las barajas es el acomodaticio, el sin lugar localizable, un joker puede ser cualquier cosa, por lo tanto es un marginal, un lumpen al que nadie entiende y todos agreden porque “se da para la joda”, aunque las pateaduras que recibe Arthur son bien reales. En la vida real el sistema ridiculiza al Joker y lo muestra como una excentricidad, y allí Arthur encuentra su verdadera vocación. Muta de alguien oscuro, trágico, en otro resplandeciente y cómico. Joker también es una comedia musical.
Por eso Arthur es peligroso y cuestionado desde fuera de la pantalla, los «problemas» que puede causar no son a causa de su violencia, sino por lo contagiosos que pueden llegar a ser, según comenta Moore en su artículo.
El problema con Arthur no es encerrarlo, es que se ha hecho popular. Es, si se quiere, una bomba de tiempo introducida en el mundo actual.



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