RESUMEN
El concepto de ingreso ciudadano (IC) [renta básica, basic income, citizen’s income] se refiere a un sistema integrado de políticas públicas cuyo objetivo es garantizar un ingreso incondicional a todas las personas. En este trabajo se argumenta a favor de iniciar el camino hacia la implementación de un IC en Argentina garantizando un ingreso básico e incondicional las personas menores de edad. Dadas las diferentes posiciones que hoy existen con respecto a esta propuesta, los autores reelaboran los argumentos expuestos en trabajos previos para sugerir ciertas reglas operativas que debería tener la política para generar impactos positivos sobre la pobreza, la distribución progresiva del ingreso, el mercado de empleo, el sistema fiscal y la autonomía de las personas. Asimismo, comparan la propuesta de IC para la niñez con las reglas operativas de las políticas de transferencias de ingresos actualmente vigentes en el país.
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Contra la exclusión.
La propuesta del Ingreso Ciudadano. Lo Vuolo, R. (comp.); Barbeito, A.; Gargarella, R.; Offe, C.; Ovejero Lucas, F.; Pautassi, L.; Van Parijs, P. (1995) REEDITADO 2004
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INGRESO CIUDADANO PARA LA NIÑEZ
Reelaborando ideas para construir
una sociedad más igualitaria
Alberto C. Barbeito
Rubén M. Lo Vuolo
1. ¿Qué se entiende por Ingreso Ciudadano?
Con el concepto de ingreso ciudadano (IC) [renta básica, basic income, citizen’s income] se alude a un sistema integrado de políticas públicas cuyo objetivo es garantizar un ingreso incondicional a todas las personas1. De este modo se busca hacer efectivo el derecho a percibir un ingreso básico que es imprescindible para ser miembro pleno de la sociedad en la que el Estado ejerce su poder fiscal. Las características distintivas de la propuesta son la incondicionalidad y la universalidad del derecho a la percepción del ingreso básico2.
De este modo, el derecho a percibir un IC se diferencia de otras políticas que distribuyen ingresos entre las personas. Por ejemplo, no se requiere participar de un empleo remunerado (como es el caso del salario), ser declarado incapaz (pensión por invalidez), haber contribuido con una prima de seguro (jubilación ordinaria, asignaciones familiares), demostrar que se está desocupado (seguro de desempleo), ser calificado como pobre o indigente (transferencias monetarias condicionadas), etc.
Por ser un derecho de cada persona, el IC no discrimina ni interfiere en las decisiones acerca del tipo de vida y de relaciones que se elige. El derecho a acceder a un IC reconoce que en sociedades mercantilizadas y monetizadas como las nuestras, se accede a los elementos esenciales para existir socialmente mediante el ejercicio autónomo de poder de demanda. El acceso a un IC ayudaría a construir un sistema de políticas públicas que sea eficaz no sólo para disminuir notablemente la pobreza sino también para ampliar la libertad y la autonomía de las personas.
Dada la importancia del acceso a un ingreso básico para existir socialmente, el derecho a ese acceso no puede depender de la situación laboral de las personas ni de otra condición vinculada a la situación de los miembros de la familia o la comunidad a la que pertenece. Como parte de los derechos humanos, el derecho a un ingreso básico que permita la existencia social es propio de cada persona. Su eventual participación en un modo de organización familiar, en una unidad productiva, en una comunidad, muchas veces limita la posibilidad de ejercer su derecho humano a la existencia. Esto es claro observando las condiciones de precariedad y subordinación a la que se ven sometidas las personas en el mercado laboral, su dependencia de un programa asistencial decidido por el poder político de turno. Los modos que la sociedad ofrece a muchas personas para integrarlas económicamente atentan contra el pleno ejercicio de sus derechos humanos a una existencia digna.
El carácter personal de este derecho no le quita potencialidad colectiva para construir una sociedad justa que lleve a la práctica los ideales de igualdad y emancipación. La fortaleza de la autonomía personal es un elemento clave y hasta un prerrequisito para la construcción de sociedades más igualitarias donde los grupos más subordinados puedan avanzar en un proyecto de emancipación efectiva de la opresión que conlleva el depender de otros para la satisfacción de sus necesidades primarias3.
En términos operativos, una política de IC serviría para reorganizar de modo más eficiente las variadas, descoordinadas e ineficaces políticas de transferencias monetarias que hoy reciben algunas personas por parte del Estado. Esto involucra tanto a los subsidios directos típicos de las políticas sociales (asignaciones familiares, desempleo, jubilación básica, programas asistenciales, etc.) como también a las transferencias indirectas implícitas en las políticas tributarias (como las deducciones por cargas de familia contempladas en el impuesto a los ingresos personales). El reconocimiento de la necesidad de acceso a niveles básicos de ingresos es el común denominador de todas estas políticas que, sin embargo, operan de modo descoordinado y no logran el objetivo que justifica su existencia.
El objetivo final de la propuesta de IC es que todas las personas reciban de modo incondicional un ingreso suficiente para cubrir niveles básicos de consumo. Operativamente, ese ingreso se incorpora como un crédito fiscal efectivo en la declaración de impuestos a los ingresos personales (digamos, ganancias). De este modo, integrando el subsidio con el tributo, se lograría en la práctica que aquellas personas con niveles de ingresos superiores a ciertos mínimos “retornen” al fisco el monto del IC que “no necesitan”. Para ello, se establece una escala graduada de tasas efectivas de impuesto según su nivel de ingresos, lo cual garantiza el impacto progresivo de la acción conjunta entre la política tributaria y la política de gasto público.
Este objetivo no puede alcanzarse de modo abrupto, sino que requiere una cuidadosa programación de pasos sucesivos. De allí se derivan diversas propuestas “parciales” que vayan avanzando de modo gradual hacia la cobertura universal del derecho a un IC, tal y como ha sucedido con la historia de los diferentes derechos propios de los sistemas de protección social de los estados modernos. La experiencia indica que los derechos reconocidos en las distintas políticas sociales comenzaron otorgándose primero a ciertos grupos para luego ir ampliando la cobertura. Lo importante es que, en la gradualidad, no se contradigan los principios básicos de la propuesta: incondicionalidad y universalidad de acceso a un ingreso básico.
Así, la propuesta de IC pasa a integrar el espacio de la solidaridad institucionalizada junto con otros derechos sociales propios de los Estados de Bienestar modernos4. Este tipo de fundamentación deja claro que una política de subsidio universal e incondicional (incluso en alguna forma inicial de cobertura a un determinado grupo) involucra a toda la sociedad y no responde a la visión caritativa, corporativa y hasta represiva de la política social hoy vigente.
Al igual que en otros países, en Argentina la discusión acerca del IC ha venido ganando amplio espacio en el ámbito académico y político. El debate sobre el tema se ha ido desarrollando a partir de la siguiente propuesta: la mejor opción para comenzar la implementación gradual del IC en el país sería reconocer el derecho a un ingreso incondicional a todas las personas menores de determinada edad (en general 18 años)5. Tomando como referencia esta propuesta de IC a la Niñez, desde al año 1997 se han venido presentando en el Parlamento nacional distintos proyectos que buscan garantizar un ingreso básico a las personas menores de edad; también existen propuestas similares en jurisdicciones provinciales y locales6.
Sin embargo, las variadas iniciativas que buscan garantizar un ingreso a los menores de edad no siempre responden a los principios que inspiran la propuesta del IC. En muchos casos se toma el título y el discurso propio del IC para sostener propuestas que, operativamente, violentan sus fundamentos. No toda transferencia de ingresos es un IC y no toda transferencia de ingresos dirigida a las personas menores de cierta edad es compatible con los postulados del IC. No se trata de una cuestión semántica o de detalle, sino de diferentes reglas operativas cuyo resultado práctico puede incluso atentar contra el objetivo señalado en la propuesta original.
Por estas razones, nos parece oportuno retomar aquí algunos argumentos expuestos hace más de una década para justificar que, en países como Argentina (y en general en toda América Latina), es razonable y oportuno iniciar el camino hacia la efectiva instauración del derecho a un IC garantizando este beneficio a las personas menores de 18 años (o la edad que se determine). La garantía de un IC para la niñez iniciaría el camino hacia una reforma integral del sistema de protección social del país que ya ha dado suficientes pruebas de su ineficacia para alcanzar niveles básicos de cobertura de ingresos para la población, en especial de los grupos más vulnerables y subordinados.
2. La situación social de los menores y su importancia para recomponer un acuerdo de solidaridad intergeneracional en las políticas públicas
Es un hecho comprobado, tanto en Argentina como en el resto de América Latina, que la mayoría de los pobres son niños y la mayoría de los niños son pobres7. Esta afirmación se refiere no sólo a la elevada cantidad de personas que perciben ingresos inferiores a la llamada “línea de pobreza”8, sino también a que las familias en esas condiciones tienen a su cargo un mayor número de niños9. En otras palabras, el mayor número de personas por hogar explica gran parte de la llamada pobreza “per capita”. La pobreza no sólo es mayor en los hogares con mayor número de hijos sino también en los hogares monoparentales con jefatura femenina.
La presencia de una mayor proporción de personas económicamente dependientes en los hogares de bajos ingresos genera mayor presión sobre los ingresos de los miembros económicamente activos. Esta situación hace que las personas activas de esos hogares tengan que trabajar más horas, aceptar empleos más penosos o incorporar más miembros del grupo familiar a la búsqueda de ingresos en un mercado laboral precario. Las personas menores de edad de familias pobres se ven así forzadas a trabajar tempranamente en actividades remuneradas o realizando trabajo doméstico no remunerado para permitir que otros miembros de la familia ingresen al mercado de empleo. El trabajo de los menores de edad explica en gran medida la deserción y el bajo rendimiento escolar. Además se realiza en condiciones de extrema precariedad, todo lo cual atenta contra sus condiciones de vida presentes y futuras10.
Esto explica en parte el aumento de la oferta de trabajo femenina en los grupos más vulnerables de la población y su comportamiento atado al ciclo económico11. El aumento de la tasa de actividad femenina en el país se corresponde con la “precarización” laboral de las mujeres de los sectores populares que se ubican en puestos de menor remuneración y calificación, particularmente en servicios personales o en procesos rutinarios de ciertas ramas industriales.
El modo en que se interrelacionan estos y otros procesos explica la conformación de un “círculo vicioso” de reproducción de la pobreza y de la vulnerabilidad social. Esto es, la pobreza, carencia, dependencia, subordinación y vulnerabilidad social de ciertas personas se origina en gran medida en el hecho de nacer y convivir en hogares en esa situación. La comprobación de esta dinámica descalifica cualquier argumentación acerca de la responsabilidad individual de las personas por su situación de carencia. La pobreza se explica mayormente por el solo hecho de nacer en hogares de bajo acceso a recursos y capacidades básicas que son imprescindibles para integrarse plenamente en la sociedad. Al mismo tiempo que las hijas e hijos nacen pobres, las madres y los padres profundizan su pobreza por la carga de su cuidado.
Suele argumentarse que una medida eficaz para cortar este círculo de pobreza sería lograr que la gente de menores recursos controle el número de hijos e hijas a su cargo. No es este el lugar para discutir el punto, pero algunas cuestiones vinculadas al tema son relevantes para nuestra argumentación a favor de un IC para la niñez.
Primero, la modificación de este tipo de comportamiento requiere de políticas públicas que son plenamente compatibles con un IC para la niñez (como es el caso de las políticas de salud reproductiva). Segundo, no hay fundamentos para sostener que un IC para la niñez puede estimular a las familias a aumentar el número de hijos, entre otras cosas porque: i) las evidencias disponibles muestran una correlación negativa entre el nivel del ingreso familiar y el número de hijos; ii) los asalariados formales que cobran beneficios del programa de asignaciones familiares tienen menos hijos que los informales que no los cobran. Tercero, hoy existen múltiples programas asistenciales en los cuales se exige tener hijos a cargo para ser beneficiario y no se conocen evidencias que den cuenta de estímulos a la natalidad.
Más importante aún, estos programas asistenciales tienen otros problemas que un IC universal e incondicional, incluso si en principio se acota a la niñez, podría resolver. Por ejemplo, evitaría los problemas de “trampa de la pobreza” y de “test de recursos” típicos de los programas que exigen ser pobre, desempleado o conformar un determinado grupo familiar para obtener el beneficio12. La exigencia de estas y otras condicionalidades alienta el desarrollo de mecanismos para “probar” la calificación en los términos exigidos por la burocracia responsable de la administración. Esto es más evidente cuando se implementan en un contexto laboral tan precario como el de Argentina, en donde la opción alternativa a los programas asistenciales es un empleo de baja calidad y remuneración, inestable y sin protección social.
Lo anterior sugiere que las personas de menor edad representan un grupo de población que reúne características adecuadas para iniciar la reforma de las políticas de transferencia de ingresos en el sentido propuesto por el IC. De la misma forma, podría argumentarse a favor de un IC para las personas en edad laboralmente pasiva, tal y como lo hemos hecho en otros trabajos13. Comenzar con un IC que otorgue el derecho a personas económicamente dependientes es un modo razonable de quebrar el círculo vicioso de la pobreza y apoyar a los miembros activos del hogar en su difícil búsqueda de ingresos en un mercado laboral precario y heterogéneo.
Para hacer efectiva la aplicación de una política de IC a la niñez, el camino se ve allanado por la existencia de varias instituciones que ya transfieren ingresos fiscalmente bajo la justificación de la atención de los menores. La reforma de las mismas facilita la aplicación inmediata de la propuesta del IC para la niñez y es un argumento clave a favor de la misma.
3. La irracionalidad de los actuales sistemas de transferencias fiscales de ingresos fundados en la atención de los menores
Actualmente existen en Argentina numerosas políticas públicas de transferencias de ingresos justificadas por la carga económica que representan las personas menores de edad para los activos adultos. Sin embargo, estas políticas no están coordinadas, se superponen, discriminan beneficios y beneficiarios y habilitan prácticas de clientelismo político. Como resultado, en conjunto resultan ineficaces para garantizar niveles básicos de ingreso a los hogares con menores a cargo y para fortalecer la capacidad autónoma de las personas para resolver la situación por sus propios medios.
Una estrategia posible para resolver esos inconvenientes, sería cambiar el modo de observación del problema. Para ello hay que entender que el sistema tributario y las políticas que distribuyen beneficios sociales hoy operan mayormente como sistemas desintegrados de transferencias fiscales de ingresos. De este modo, impiden la evaluación de los impactos redistributivos “netos” de las mismas14. A esto se le suman otros problemas generales de la política tributaria en Argentina, que tiene características similares a las de otros países de América Latina15: 1) fuerte presencia de impuestos indirectos, con amplia base imponible y elevadas tasas; 2) desatención de los impuestos directos, lo que limita la progresividad en los impuestos sobre los ingresos y patrimonios personales; 3) exenciones a rentas financieras, ganancias de capital, cesiones no onerosas y herencias; 4) muy baja recaudación del impuesto a los ingresos (ganancias) personales con tratamiento discriminatorio de contribuyentes según el origen o fuente de sus ingresos.
En lo que respecta al gasto público social, el problema central a abordar es el desmantelamiento de las políticas de carácter “universal” y la pretensión de resolver los problemas de allí derivados con la proliferación de programas asistenciales. Esta tendencia iniciada en la década del noventa y aún vigente, disminuyó la calidad de las prestaciones sociales, redujo la cobertura y estructuró un sistema institucional que consolida la diferenciación, estigmatización y discriminación en el acceso de la población a las instituciones públicas. Lo que se debe modificar es la irracional combinación que hoy existe en el país entre un cuerpo corporativo de políticas sociales que opera con seguros sociales que cubre ciertos grupos del empleo formal (con beneficios diferentes), junto con políticas universales desjerarquizadas y políticas asistenciales insuficientes e ineficaces dirigidas como “residuo” al resto de la población.
No se trata de cuestionar ningún programa de modo aislado, sino los rendimientos del modo en que se estructura y articula el conjunto del sistema nacional de protección social en el país. Su incapacidad para ofrecer cobertura al universo de las personas necesitadas, sus rendimientos estigmatizantes, las prácticas clientelares que habilita, su debilidad para reducir la pobreza y la distribución regresiva del ingreso, son evidencias suficientemente probadas16.
En particular, la prioridad es revertir la pobreza de las “políticas contra la pobreza”, cuya característica central es la discriminación de beneficiarios mediante criterios de condicionalidad de acceso17. Es irracional pretender que con programas asistenciales condicionados se puede alcanzar los mismos objetivos que con programas universales incondicionales. Es al revés: sólo la presencia de este último tipo de programas puede garantizar eficacia en el logro de objetivos distributivos que amplíen la libertad y la autonomía personal. Este es un argumento central en defensa de políticas como el IC.
Al ser universal, el IC no deja a nadie necesitado sin cobertura, y al ser incondicional elimina los problemas de discriminación y estigmatización. Además, es mucho más simple administrativamente y tiene un impacto positivo en la eliminación de los canales de intermediación que son fuente permanente de clientelismo político en las distintas jurisdicciones de la administración pública. Su vinculación positiva con otras políticas universales, como salud y educación, permite abordar los problemas sociales de un modo integrado. Su impacto en el mercado laboral también sería positivo porque no sólo serviría como estabilizador de la demanda de los sectores más vulnerables al ciclo económico sino que además potenciaría el poder de negociación de los trabajadores (tanto los que tienen representación sindical como los que no la tienen. El juego combinado de estos elementos permitiría reducir la pobreza, mejorar la posición de la fuerza laboral en el mercado de empleo y por consiguiente tendría impactos positivos en la distribución del ingreso.
Para hacer factibles estos impactos positivos en el bienestar de la población y en el propio funcionamiento del sistema económico, se debería reformar varios elementos de las actuales políticas públicas. En primer lugar, la irracionalidad de los actuales programas destinados a la niñez que reconocen diferentes niveles de beneficios sin ninguna justificación. Peor aún, en ningún caso esos niveles responden a una evaluación del costo requerido para cubrir (o complementar) los gastos que demandan esas personas a cargo18, sino que se establecen con criterios arbitrarios sin fundamento.
El programa de esas características que moviliza más recursos es el Programa de Asignaciones Familiares. Este programa se fue desmantelando a lo largo de las últimas dos décadas, quitándole recursos y focalizando cada vez más sus beneficios. Recauda un impuesto sobre los ingresos de los asalariados registrados y paga asignaciones por diversas “cargas de familia” (hijos, nacimiento, escolaridad, etc.) de manera segmentada según el nivel del salario y el tipo de inserción laboral del padre o la madre. Los trabajadores por cuenta propia y los asalariados no registrados (informales) no tienen derecho a recibir este beneficio. En cuanto a los trabajadores formales, el monto del beneficio varía en sentido inverso al salario. De esta forma, la asignación familiar por hijo varía entre un máximo de $ 135 para salarios registrados de hasta $ 2.400, disminuye a $ 102 para los salarios hasta $ 3600; baja a $ 68 para el tramo de salarios entre $ 3.601 y $ 4.800; y es nulo cuando el salario supera este último importe. En el caso del principal programa asistencial focalizado en familias catalogadas en situación de vulnerabilidad social y con hijos a cargo, el subsidio oscila entre $ 200 y $ 45 mensuales por hijo (según la posición en la grilla de nacimientos y hasta un máximo de 6 hijos o hijas a cargo).
Menos visible pero no menos importante que los programas que pagan beneficios, es el esquema que opera por el lado del impuesto a las ganancias de las personas. Se trata de las deducciones por cargas de familia (incluyendo la deducción por hijos) que reducen el monto de los ingresos gravados y así se utilizan para determinar un menor impuesto a pagar. Estas deducciones no operan como un “crédito fiscal reembolsable”; esto es, no generan un crédito efectivo a favor de aquellos contribuyentes cuyos ingresos son inferiores al monto total que se permite deducir. Por lo tanto, en la práctica, sólo se benefician de esta transferencia fiscal quienes tienen ingresos por encima del monto total de las deducciones permitidas, esto es quienes llegan a ser contribuyentes “efectivos” del impuesto a las ganancias. En contraste con los programas que pagan beneficios por hijos a cargo, los contribuyentes del impuesto a las ganancias pueden deducir en concepto de cargas de familia la suma de $ 5.000 anuales por cada hijo a cargo.
Como resultado, para el Estado argentino, los hijos e hijas tienen un “valor” diferente según la posición laboral y social de sus progenitores, según el orden de su nacimiento, etc. Incluso, pueden valer cero. Además, el sistema tributario opera discriminando contra las familias de bajos ingresos y con mayor número de hijos porque las deducciones de cargas de familia reconocidas en el impuesto a las ganancias impactan de manera regresiva según el nivel de ingresos. Sólo por dar un ejemplo ilustrativo de lo anterior, con ejercicios numéricos sencillos puede demostrarse que una familia de altos ingresos puede cubrir el gasto de la remuneración de su servicio doméstico con el ahorro fiscal que le permiten las deducciones en el impuesto a las ganancias. Mientras tanto, esas empleadas domésticas no pueden hacer efectivo el crédito fiscal por dichas deducciones debido al bajo nivel de sus ingresos y el carácter informal que tiene esa relación laboral en la mayoría de los casos. Aún cuando estuviera regularizada su situación en el plan especial de monotributista, tampoco recibe asignaciones familiares ni aplica las deducciones por hijo en el tributo.
El IC para la niñez resolvería estos inconvenientes. Por un lado pagaría un monto uniforme al que accederían todas las personas menores de edad sin ningún tipo de condicionamiento personal o familiar19. Por otro lado, funcionaría como un crédito fiscal efectivo independientemente de la situación del hogar al que pertenece el beneficiario.
Este es el único modo de lograr que los hogares de menores recursos accedan al mismo nivel de crédito fiscal que los hogares ricos y que, al mismo tiempo, la política fiscal sea progresivamente distributiva. Para ello, el monto del IC debería incluirse como un ingreso a los efectos de la liquidación del impuesto a las ganancias, estableciéndose una progresividad en las alícuotas tributarias de forma tal que sólo sea alcanzado en la medida en que los ingresos totales del titular superen los mínimos no imponibles. En suma, los ricos terminarían tributando sobre el IC en tanto que para los ingresos inferiores al mínimo, el IC operaría como un crédito fiscal efectivamente percibido.
En síntesis, cuando se habla de IC para la niñez, de carácter universal e incondicional, no se está haciendo referencia a una simple transferencia o subsidio que debe considerarse de modo aislado, como es el caso de los beneficios de programas asistenciales. Se está hablando de un sistema integrado de políticas públicas que modifica el irracional, regresivo e ineficaz esquema actual.
4. Los fundamentos del Ingreso Ciudadano a la niñez
Con estos elementos puede precisarse la argumentación en favor de una política de IC a la niñez. No se trata de justificarla porque los menores de edad son personas “inocentes” y, por lo tanto, “no culpables” de su situación personal y social. Por este camino se confunde la propuesta con las típicas políticas protectoras basadas en la idea del “riesgo” (moral o material) al que supuestamente están sometidos los menores. De la idea del riesgo individual del menor, se pasa rápidamente a señalar el “riesgo social”, esto es el temor de que los menores en esa situación se conviertan en “futuros delincuentes”. Tampoco se trata de utilizar al menor de edad como intermediario en la fiscalización de la situación laboral de sus progenitores. En estos y otros casos similares, la justificación de un ingreso pagado a las personas de menor edad no se sostiene en su derecho a desarrollarse autónomamente sino que es una excusa para ejercer el control social y limitar su desarrollo personal autónomo.
El IC para los menores debe fundamentarse en su potencialidad para hacer efectivos los derechos humanos, la ciudadanía plena y la construcción de un contrato social intergeneracional que es un elemento clave para consolidar procesos de integración social. El “derecho de todo niño a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social”, se reconoce crecientemente como un derecho humano fundamental en las sociedades contemporáneas y constituyen normas jurídicas internacionales a partir de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Argentina ha incorporado los derechos de la niñez, de la protección integral de la familia y la compensación económica familiar como normas constitucionales.
El debate acerca de la garantía de un IC para la niñez diluye uno de los temas más conflictivos y menos comprendidos de la propuesta del IC: el hecho de otorgar un beneficio sin contraprestación laboral. Esto no obsta que pueda admitirse que el beneficio se vincule con el cumplimiento de ciertas obligaciones que ya tienen las personas de esa edad y sus representantes legales. Por ejemplo, se puede reclamar como contraprestación que la madre atienda a controles periódicos del embarazo durante el tiempo de gestación, la realización de exámenes regulares acerca del estado de salud y de nutrición del niño en las primeras etapas de vida, la asistencia escolar durante el período legalmente establecido, etc. Existen normas en el país que establecen estas obligaciones y el IC para la niñez, como cualquier otra política pública, puede ser un vehículo para impulsar un cumplimiento más efectivo. Pero si circunstancialmente no se cumplen estas obligaciones, esto no habilita a sancionar al menor beneficiario del IC. En todo caso, se debería penalizar a los padres o responsables de su administración por desatender y perjudicar al menor en su desarrollo.
El punto es garantizar que ese ingreso sea efectivamente apropiado por el menor que es quien tiene el derecho al beneficio. Para ello deben aplicarse las mejores prácticas administrativas. Todo indica que, al menos hasta una determinada edad en que se considere que el niño o niña puede hacerlo por si mismo, la administración del beneficio debería ser responsabilidad de la madre quien en términos generales es quien está a cargo de las tareas de cuidado de los miembros del hogar20.
5. Para avanzar en la construcción de consensos sobre la propuesta
Los argumentos previos deberían ser útiles para construir consensos entre todas las propuestas que hoy circulan en los ámbitos académicos, políticos y de los movimientos sociales en Argentina. El IC para la niñez no debe pensarse como un adicional al salario, sino como una remuneración complementaria, independiente de la situación en el mercado laboral de cualquier miembro del hogar, incondicional y basada en el derecho humano de todas las personas a percibir un ingreso básico.
Por eso, no parece adecuado que este beneficio se plantee como un complemento diferenciado del Programa de Asignaciones Familiares. Esta alternativa consolidaría el carácter segmentado de las políticas sociales, continuando la fragmentación actual y la injustificada diferencia de valor de los beneficios según el lugar que los progenitores ocupan en el mercado laboral. Por otra parte, complicaría la fiscalización y las reglas operativas, dado el carácter volátil de la situación laboral; esta complicación sería tanto para el pago como en materia tributaria.
Lo que debe debatirse son cuestiones como: 1) la definición del valor del beneficio, siendo necesario ponderar en cada caso el costo del “nivel de vida adecuado” para los distintos grupos de edad; 2) el modo en que la administración centralizada puede combinarse con otras políticas administradas por distintas jurisdicciones (no sólo de transferencias de ingresos, sino también de educación, atención de la salud, etc.); 3) cómo se planifica en el tiempo la incorporación de nuevos grupos.
La aplicación práctica de esta propuesta en la actual coyuntura debería contemplar diferentes aspectos. Primero, cuánto se gasta hoy en pagos de subsidios que tienen como fuente la niñez (ya sea del tipo de asignaciones familiares o programas focalizados). Segundo, cuánto aumentaría la recaudación del impuesto a las ganancias que surgiría de una reforma que contemple la eliminación de deducciones como las “cargas de familia” como también de la multiplicidad de exenciones otorgadas a distintas fuentes de ingresos. Lo anterior lleva a señalar el principio general de la tributación a las personas físicas que debería guiar la reforma del sistema tributario: a igual ingreso, igual carga tributaria. Este principio de equidad horizontal es, al mismo tiempo, el modo más eficaz para avanzar simultáneamente en un mayor nivel de equidad contributiva vertical. Tercero, ponderar los recursos adicionales que podrían asignarse a esta prestación dado el evidente carácter de “prioridad social” que debería otorgarse a la misma. Cuarto, ponderar el acceso a otros servicios imprescindibles para el menor y para los cuales la sociedad tiene funcionando otras instituciones (salud, educación).
A modo de ejemplo, puede aproximarse el problema de las transferencias fiscales necesarias para financiar un programa de IC a la niñez con algunos datos. La población menor de 18 años en el país puede estimarse en alrededor de 12,6 millones de personas y, a junio de 2009, el programa de Asignaciones Familiares reconoce por hijo $ 135 para salarios de hasta $ 2.400. Teniendo estas referencias, supongamos que se reconociera un IC para la niñez que, en promedio ponderado para distintos tramos de edad, oscilara entre un mínimo de $ 150 y un máximo de $ 250, el gasto bruto oscilaría entre 2% y 3,4% del PBI.
¿Cómo podría financiarse este costo? En primer lugar, se podría utilizar los recursos del Programa de Asignaciones Familiares que equivalen a 0,8 % del PBI aproximadamente. En segundo lugar, se podría utilizar recursos equivalentes a 0,36% del PBI de programas asistenciales que pagan beneficios que se superponen con el IC a la niñez (Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, Familias por la Inclusión Social y otros programas asistenciales). En tercer lugar, se podría reducir parte de las transferencias y subsidios al capital, que hoy equivalen en total a 2,5% del PBI aproximadamente (o sea casi el gasto total estimado para el IC). En cuarto lugar, puede estimarse que más de 0,5% del PBI podría obtenerse mediante una reforma progresiva del impuesto a las ganancias, a lo que puede sumarse la afectación de parte de la recaudación de ese impuesto que hoy se destina a ATN, cuyo destino real es tan arbitrario como intransparente.
Estas alternativas se indican sólo a título ilustrativo. No son excluyentes de otras y se ofrecen sólo para demostrar que es perfectamente financiable un programa de este tipo sin afectar ninguna función esencial del Estado. Más aún, serviría para reorientar políticas que hoy están distribuyendo subsidios de un modo claramente regresivo.
Otro aspecto a discutir es la administración. A nuestro modo de ver, los recursos destinados al pago del IC para la niñez deberían conformar un Fondo de finalidad específica, cuyos movimientos deberían ser publicitados adecuadamente para evitar desvíos. Otro tema a discutir es la coordinación entre la Nación y las Provincias. Si bien por su naturaleza universal es preferible la gestión centralizada a nivel nacional, hay importantes espacios de complementación. Por un lado, las provincias se beneficiarían ahorrando en programas asistencialistas que justifican la transferencia por la presencia de personas menores de edad y en las asignaciones por hijo que abona a los empleados públicos. Por otro lado, se debieran fortalecer acciones en materia educativa y de atención de la salud que son necesarias para el correcto funcionamiento de la propuesta. Asimismo, el financiamiento de la propuesta debería dar lugar a una reconsideración del modo en que se distribuye la responsabilidad tributaria entre Nación, Provincias y Municipios.
También sería razonable discutir el modo de ampliar la cobertura del beneficio y de articular la propuesta con otras políticas sociales y con la política tributaria. Este es el modo eficiente para que la implementación de un IC a la niñez sea el primer paso para un cambio integral del sistema de políticas públicas. No se puede reducir la discusión a contrastes de montos de gasto y/o niveles de beneficio como si se tratara de un subsidio más entre los varios que hoy existen en el país.
El avance de la discusión en torno de la propuesta de IC a la niñez es una oportunidad inmejorable para esclarecer a la población acerca de la estructura corporativa, distributivamente regresiva, segmentada y estigmatizante del actual sistema de políticas públicas en el país. De allí, el IC para la niñez debería ser un elemento clave para un acuerdo trascendente que comience a cambiar ese sistema hacia otro con una estructura universal, distributivamente progresiva, incondicional y capaz de potenciar la autonomía de las personas con respecto a su plan de vida.
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