Mi amiga Silvia Adoue nos hizo llegar esto que publicamos, nunca mas oportuno que en esta nueva etapa de este blog y justamente a partir del post de Manolo, verán que no podrán dejar de leer.
Título: La pregunta de sus ojos, secretos de uno, secretos de todos
Resumen: Los ojos son la ventana del alma. De otra manera: la mirada revela lo no
dicho, la intimidad, lo reprimido. La película El secreto de sus ojos, del director argentino Juan José
Campanella, con guión de Eduardo Sacheri, también autor de la novela La pregunta de sus ojos y del cuento El hombre, que inspiraron la película,
nos coloca frente a esa cuestión. La memoria, individual y colectiva, se
realiza a partir de la captura de pequeños indicios. Esta reflexión busca
estudiar los procedimientos por los cuales esos indicios permiten tal
reconstrucción en la trama y las alusiones a la historia del país que los
realizadores proponen por caminos originales.
Introducción
Es un presupuesto en esta reflexión el razonamiento que sostiene que es
en el proceso de producción y reproducción de nuestra vida que somos producidos
y reproducidos como seres de la especie humana. Es en el proceso de producción
y reproducción, que no son dos cosas diferentes sino una unidad, que producimos
una actividad humana ampliada que consiste en transformar la naturaleza
produciendo relaciones entre nosotros. El arte y la memoria son mediaciones, de
las muchas que construimos, en esa actividad humana ampliada.
W.
Benjamin (2009) nos propone, y hoy parece fundamental aceptar la tarea, pensar
la memoria como la posibilidad de
hilvanar las luchas de los vencidos de siempre. Para eso, advierte, no nos
sirve desvelarnos intentando conocer cómo fue concretamente el pasado, sino
recuperarlo como relámpago en medio de una noche cuya oscuridad se nos ha
vuelto un peligro. Como flashes que iluminan los peligros del presente.
Cuando
en 2009 la novela La pregunta de sus ojos (2005), de Eduardo
Sacheri, se convirtió en la película El
secreto de sus ojos -con guión del autor en colaboración con el director
Juan José Campanella-, tuvo amplia repercusión, convirtiéndose rápidamente en
una de las películas más vistas de la historia del cine nacional. Una buena
película, actuaciones estelares, un director con
trayectoria, el suspenso, el impulso mediático, sin dudas. Sin embargo,
arriesgamos, hay elementos que cautivan a los habitantes de este tiempo
histórico, porque nos ofrece caminos de acceso a miradas sobre nosotros mismos, a las que,
tal vez, nos resulte difícil acceder sin ayuda. Nos ofrece un camino cargado de
recursos alegóricos, que nos habilitan el acceso a aquello que es difícil de
confrontar.
En
una entrevista publicada en Pagina 12[1] en 2009, Sacheri sostenía que la novela no es
un policial, sino una reflexión sobre el castigo. Lo aclara, suponemos, porque
puede parecer un policial, de hecho tiene
elementos de la novela policial. Pero lejos de mostrarnos el crimen como
extraño, de separar el bien del mal, de protegernos estableciendo una distancia
tranquilizadora respecto de un criminal,
al que podamos entender como ajeno a la razón de nuestro orden social nos
confronta con el hecho de que el orden social es ajeno a la razón que,
proclama, lo constituye y lo sostiene.
El relato, contado
en dos registros diferentes, una novela y una película, nos presenta una historia que sucede en
nuestro presente, es la historia de Chaparro[2],
que a falta de una calificación mejor llamaremos historia uno. En este presente
se activa una memoria que cuenta otra historia, la de Morales, o historia dos; dos historias que
aparecen como paralelas, pero que acaban por encontrarse necesariamente. El
pasado reclama al presente como su ajuste, pero para el presente se vuelve muy
incómodo merecer ese pasado.
Cara
Ricardo
Morales, que ya nos había sido presentado por el autor en el cuento El hombre[3],
es, podríamos decir, el personaje principal de la historia dos. Por lo tanto, a pesar de ser muy importante
en la trama, llega a nosotros como un personaje secundario, sabemos de él lo
que nos cuentan, lo que otro, Chaparro,
dice de él. La desgracia de Ricardo Morales nos llega procesada,
mediatizada por la angustia que le genera al narrador.
Ricardo Morales es, podríamos decir, un “hombre
normal”, perteneciente a aquel gran sector de la clase trabajadora que en esta
experiencia nacional fue tornándose clase media, por tanto, clase media
trabajadora. Un trabajo estable y un matrimonio, con Liliana, del que
eventualmente saldría una familia. Una cotidiana y tranquila vida de barrio.
Inesperadamente, su mujer es asesinada después de sufrir una violencia cruel.
El resto de su vida lo dedica a
buscar al asesino de su mujer y a castigarlo. Abandona su vida, deja su casa,
el pequeño mundo que habitaba. Ricardo Morales no vuelve a enamorarse, no
construye otro vínculo, no tiene hijos. De su vida anterior sólo conserva su
trabajo, el resto de su vida lo gasta en
castigar al asesino. Hace una especie de “justicia privada”, un ajuste de
cuentas “mano a mano”.
Morales
entrega su vida a la causa de castigar al asesino, y lo consigue. Pero el precio de cobrar la vida del asesino
lo paga con su propia vida. Su humanidad se reduce a una mínima expresión,
cercenando no sólo lo que él ya era sino también todo aquello en lo que podría
convertirse. Reduce sus posibilidades de producir una actividad humana ampliada
a la única tarea de punir al verdugo. Produciendo castigo, Morales se reproduce
como un castigador, una forma de justicia que no lo engrandece, al contrario,
lo degrada porque lo priva de lo mejor que tiene lo humano, de los sueños de
futuro, de la risa, de la alegría, del amor.
Dejando de lado la construcción de otros
sentidos para su existencia, la existencia del prisionero comienza a ser el
sentido de su vida, el sentido de su
construcción cotidiana. Como consecuencia de eso, Morales se torna dependiente
del prisionero. Es preso del prisionero.
Cumplido el castigo, su vida está
agotada.
¿Qué podría haber hecho Morales, como alternativa
a aquello que hizo? Morales denuncia en
carne propia aquello que nos fuera advertido hace 160 años, Los hombres
hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo
circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con
que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el
pasado.(Marx, 2003,15)
Ceca
Benjamin
Chaparro, indudablemente, personaje principal de la historia uno, nos es
inmediato, accedemos a él. Es
melancólico, mira siempre para atrás, pero a diferencia de Morales se mueve, se
mueve lentamente, pero se mueve.
Chaparro
se propone contar una historia, una historia de la que lo suponemos testigo,
testigo próximo, o en todo caso testigo que participa por opción. Sin embargo,
a medida que se reconstruye la trama, se revela para los lectores pero
fundamentalmente para él mismo, como un protagonista, tal vez involuntario;
pero él atraviesa la historia y la historia lo atraviesa a él. Se va tornando
protagonista en la medida en que reflexionar sobre la parálisis, el estancamiento
del personaje central de su obra, lo llevan a tomar iniciativas movilizadoras,
para no sentir por sí mismo lo que siente por su personaje.
Reconstruir una “verdad” lo lleva a
encontrarse con una serie de verdades.
Volver al pasado lo colocará frente a la situación de sumergirse en sus
propios sentimientos y en sus propias decisiones. A encontrarse con el hombre
que fue. Abre una puerta hacia el pasado
y eso modifica el futuro.
Chaparro juega un poco al
detective, sin serlo, no lo inspira tanto la “justicia” como la solidaridad que
siente por el viudo. O lo que la experiencia del viudo lo habilita a hacer con
su propia vida. Entiende el amor de
Morales por su mujer muerta como un amor puro, sin
el desgaste de lo cotidiano, de lo obligatorio, y de alguna manera, ante sus dificultades para resolverlo
de otra forma, construye el suyo propio por la jueza de esa manera, como un
amor pura potencia, ideal, formado por ideas, platónico, que siempre se reserva
la posibilidad de convertirse en algo
maravilloso, porque nunca se convierte en nada.
Chaparro observa las fotos de la vida de Liliana y tiene la intuición de
que en las fotos está el asesino, y lo descubre. No es la intuición científica del detective
de la novela policial. No desvela el misterio por decodificar mediante una
técnica metódica los oscuros caminos de la mente del asesino. Chaparro reconoce
al asesino porque se identifica con él,
porque reconoce en el asesino trazos que les son comunes. No lo reconoce
por su brutalidad, por su perversión, sino por la forma de mirar a la amada, lo descubre por lo que
el asesino ama, no por lo que el asesino mata.
Chaparro
descubre el misterio
porque tiene una claridad, casi
inverosímil, acerca de quién es él, cuáles son sus determinaciones, y consigue
no negar lo que lo hace sufrir, por eso es capaz de ser profundamente
autocrítico. Esto lo habilita a descubrir las
determinaciones del otro, a reconocer en el otro a sí mismo.
Las dos caras de la moneda.
La lectura de la novela, mucho más
que el guión de cine, nos desafió a pensar a Chaparro como la contra-cara de
Morales. Ellos son parte de una totalidad, una totalidad escindida, una totalidad que los junta y los separa. Ambos visitan y
revisitan la misma historia, sin embargo Chaparro
es dialéctico, se mueve con la historia, y se mueve por la historia, tal vez
bajo efectos de una ilusión que imagina al pasado como una isla en la que
enterró un tesoro y quiera volver a rescatarlo. Tal vez contar la historia sea
una forma de reencontrar el punto de
desvío de otro camino que querría haber recorrido, o reencontrar un impulso
vital, o recolocar una pregunta, o arriesgar por fin una respuesta. Al
contrario Morales se estanca, permanece fijo en un momento de la historia. El propio Chaparro lo ve así y lo dice: es como si la muerte
de la mujer lo hubiera dejado así, detenido para siempre, eterno. Como si
diera un salto individual para afuera de la historia, y eso lo
deshumaniza.
Morales
nos resulta muy incómodo, inabordable, hay algo siniestro, algo que habita en
el territorio de lo ominoso, pero sólo se nos revela en el final -de forma más
cruda en la película que en la novela- cuando se nos hace explícito que Morales
y Gómez son una totalidad estancada en el tiempo. Nos produce un miedo feroz,
paralizante, no sabemos muy bien a qué. ¿Es un miedo primario? ¿Un miedo a que
el tiempo no pase? ¿Miedo a que se nos desorganicen los criterios de bien y
mal? ¿Miedo a la imagen de nosotros mismos que los otros nos devuelven?
Para acceder
a ellos necesitamos a Chaparro. Eisenstein sostiene que el gran talento del artista es conducir al
público hacia el pathos de la obra, hacia la pasión, el sufrimiento que ahí está en
juego. Entrar en el pathos de la obra
es perder el propio control, tornarse patético. Provocar la identificación del
público con alguien que no está en el centro de la emoción es un camino. Es muy
difícil identificarse directamente, sin mediaciones con el dolor de Morales,
con el dolor sin fondo de Morales. No es sólo por lo que le pasó, sino por cómo
él vive esa experiencia. Por eso, acercarse a Morales resulta posible por la
mediación de un personaje observador, intermediario, que en este caso es
Chaparro. Él nos lleva de la mano, es él
quien genera la identificación, en
principio con Morales, y después con Morales y con Gómez, el asesino. Chaparro
se identifica con los dos, los dos lo habitan, y como no lo niega, lo soporta y
por eso nos ayuda a soportar, la ruptura del tranquilizador esquema binario del
bien y el mal. Víctima y victimario, ora uno, ora otro, se imbrican en una
totalidad trágica.
Chaparro
y Morales, decimos, son una totalidad que nos habita y habitamos. Que habitan
las múltiples mediaciones que construimos para tornarnos humanos. Recorriendo
los caminos de la memoria, y todo lo que construimos en torno a ella, Chaparro
podría ser una buena compañía a la hora de pensar un proceso de autocrítica,
que nos ayude a no negar las cosas que nos hacen sufrir.
Nos
podría ayudar a pensar(nos) y a entender(nos) a amplios sectores de las clases
de esta formación nacional, que hoy son parte del consenso sobre la memoria de
la dictadura y la defensa de los derechos humanos, que incluye a los “Juicios”
y otras políticas de memoria. Sectores
que antes del golpe de 1976 querían
recuperar un país que habrían conocido, y que durante la dictadura no sabían
bien lo que pasaba, y que en un largo proceso que se profundizó a partir de
mediados de la década de 1990 -cuando la crisis del capital que había iniciado
veinte años antes comenzó a mostrarse con toda su crudeza- empezaron a identificar a los militares como
enemigos. Pensar a los militares como el
mal absoluto deja a todo otro en el lugar del bien. Una comprensión simplificada que hoy resulta
tranquilizadora.
¿Por qué la comprensión de un sector
como enemigo, no habilita siquiera la caracterización de otros sectores? ¿Por
qué la mirada retrospectiva se estanca y no puede capturar la dinámica de la
historia en el tiempo pasado?
Tal vez
para poder ubicar, situar y procesar
internamente al asesino en la historia que contamos, sería importante, para
todos, que aquellos que un día se identificaron con los militares, que hoy ven
como enemigos, que creyeron reconocer algo en la mirada de esos militares que
les era común, puedan establecer esa mediación entre el pasado y el presente. Y
claro que aquello con lo que se identificaban no sería la crudeza de la
represión, la tortura, el robo de bebés. Pero evidentemente se identificaban,
tal vez ilusamente, con algo que ellos prometían, donde tenían lugar deseos que
evidentemente quedaron sin cumplir. Hoy
la mirada de Videla es la mirada de Medusa, a quien ningún mortal puede mirar
sin expirar inmediatamente (Vernant, 1988). Aterroriza a quien ve en ella
reflejado su propio rostro asustador.
Tal vez aceptar las propias determinaciones, aceptando la dura tarea de
la autocrítica sea un camino que hoy necesitemos recorrer para avanzar en la
elaboración de la experiencia traumática.
[1] Escribir es decir siempre algo que tenés atravesado. Pagina 12.
Buenos Aires. 3 de Agosto de 2009.En:
Cultura y espectáculos. Disponible en http://www.pagina12.om.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-14788-2009-08-03.html. Consultado en 25 de septiembre de 2011.
[2] Benjamín Chaparro en la
novela, en el guión se llama Benjamín Expósito. Para evitar confusiones
necesitamos llamarlo de una sola manera, podríamos llamarlo Benjamín que es lo
que ambos tienen en común. Pero, por un
lado ya tenemos otro Benjamín en el
texto, y entonces también podría prestarse a confusión, pero por otro lado
llamarlo por su nombre sería como hablar de otro personaje. Le llamaremos Chaparro,.
[3] .SACHERI,
Eduardo. “El hombre”. En: Te
conozco, Mendizábal. Y otros cuentos. 6ª. Ed. Buenos Aires, Galerna, 2007.
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