Incluso en la tranquila desilusión de estos últimos años del siglo,
la idea de Revolución sigue disfrutando de un prestigio tan invulnerable
como demostrablemente inmerecido. Algunos acusan a esta época de
cinismo, lo que parece cierto sólo en la medida en que el cinismo
representa también conocimiento. Sin embargo, todo ese cinismo –como
tolerancia moral o como sabiduría– parece venirse abajo cuando se trata
de pensar, evocar o fantasear la Revolución, consumada o perdida. El
hecho es paradójico, porque si algo distingue a la historia de este
siglo es precisamente la inusual cantidad de revoluciones –de izquierda o
de derecha– que contiene, y que terminaron catastróficamente, con la
tiranía, el sojuzgamiento, la deportación y la muerte de millones y
millones de hombres: la rusa de 1917, la china de 1947 y la indochina de
los años ’70 por el lado de la izquierda; las revoluciones fascistas y
nazi en Italia y Alemania, en los años 20 y en los 30, por parte de la
derecha. Ningún resultado feliz, como puede verse.
"Las revoluciones que no llegaron a ser conservan el encanto de su edad, que es la de la inocencia"
Junto, contra, sobre, bajo o yuxtapuestas a los rostros
ensangrentados y las manos sucias de las revoluciones que realmente
llegaron a ser, aparecen las imágenes hermosas, puras, heroicas y
conmovedoras –y en algunos casos trágicas– de las revoluciones que
fracasaron, que agotaron su contenido prematuramente o que fueron
aplastadas. Una tradición que arranca en la Comuna de París y que en
este siglo continúa con el golpe espartaquista de 1918 en Alemania, la
Comuna húngara de 1919 y, más cerca de nosotros, las cruzadas del Che
Guevara en Congo y Bolivia, la rebelión estudiantil de mayo de 1968 en
Francia (con su efecto reflejo imitativo entre nosotros, al año
siguiente, con el Cordobazo) y, contemporáneos pero algo más ambiguos,
los movimientos también estudiantiles pero bastante menos ideologizados
de los Estados Unidos.
Las revoluciones que no llegaron a ser conservan el encanto de su
edad, que es la de la inocencia: el hecho de que, precisamente por no
haber llegado al poder, no necesitaron ensuciarse las manos ni
ensangrentarse el rostro en la tarea de ejercerlo. Eso les permite
funcionar como coartadas expiatorias de la Idea de Revolución frente a
los horrores de las revoluciones realmente existentes, del mismo modo en
que la denuncia de Stalin por Trotsky desde la izquierda constituyó una
inmensa coartada ideológica para el leninismo, equívoco e irregular
edificio fundacional del marxismo soviético. Comparando la inocencia
prenatal de las revoluciones abortadas con la horrible madurez de las
triunfantes –o incluso los primeros días inocentes de estas últimas con
sus desenlaces–, los nostálgicos de la Revolución siempre están
dispuestos a aseverar que ésta fue traicionada, congelada o
burocratizada por quienes terminaron asumiendo su timón. Sin embargo, y
como veremos, el problema de las revoluciones triunfantes no fue que se
detuvieran, sino que llevaron a cabo sus propósitos demasiado
consecuentemente. Llegaron demasiado lejos.
La revolución como atajo
Una clave indudable del encanto perenne de la idea de Revolución es
que promete constituirse en un atajo rápido en la historia, en un salto
cualitativo que resolverá de golpe, manu militari, los
problemas fundamentales de la sociedad. La Idea de Revolución como
praxis política guarda así una relación de parentesco muy estrecha con
el marxismo como método de análisis, cuya reducción de todos los
problemas humanos a la esfera económico-social también promete una
especie de ganzúa intelectual universal para abrir de un solo golpe las
puertas de todo el conocimiento. Sin embargo, el homo economicus
imaginado por Marx es también una abstracción imposible de verificar:
nunca los hombres basaron sus decisiones exclusivamente en sus
conveniencias económicas sino también en motivos morales, culturales,
religiosos, familiares. Marx diría aquí que estos últimos motivos no son
más que una sublimación de las duras determinaciones
económico-sociales, pero con esto no haría más que dar otro punto de
arranque de una de las paradojas menos observadas de la doctrina que
fundó: el hecho de que su imponente aparato teórico constituye en gran
parte la suma de unas argumentaciones cada vez más retorcidas para
justificar, defender, atenuar o relativizar dos o tres errores iniciales
básicos: el homo economicus, por ejemplo, o la teoría del
empobrecimiento progresivo del proletariado, o la idea de que este
último es el único capaz de consumar la Revolución que llevará a la
humanidad del reino de la necesidad al de la libertad.
"El encanto de la idea de Revolución es que promete un atajo en la historia que resolverá los problemas de la sociedad"
Marx promete un atajo intelectual; la Revolución que propone un atajo
histórico. Sin embargo, algunos atajos se toman venganza y tienden a
convertirse en su opuesto, en rodeos interminables y estériles guerras
de posiciones. Un atajo intelectual es una propuesta sumamente
atractiva, en especial para los perezosos, los impacientes, los
ignorantes, los semicultos y los pseudointelectuales que quieren
encontrar una vía rápida para develar el sentido del mundo, sin
enterarse ni profundizar previamente en su exquisita complejidad y
diversidad: la dialéctica marxista –como dijo alguien– puede hacer que
cualquier idiota parezca inteligente. Sin embargo, este atajo se toma su
tributo: como parece resolver de golpe y unilateralmente todos los
problemas, impide conocerlos seriamente en su realidad y su naturaleza.
Más que un método del conocimiento se convierte en un pretexto
altisonante para la ignorancia, y tiene ya algo de su involuntaria
parodia, el ultraizquierdismo cuya posición extrema le permite nivelar,
aplanar y desdeñar todo lo que le es ajeno como más de lo mismo, sin
poder ver otra cosa que su propio ideal de perfección.
Miseria de la Revolución
La idea de Revolución procede de manera análoga, pero aquí el costo
no es la ignorancia o incompetencia del aspirante a intérprete del mundo
sino el sufrimiento y la dislocación de la sociedad y los seres humanos
concretos sobre los que se ejerce el proyecto. La Revolución percibe la
sociedad dada como fundamentalmente descompuesta y terminal, por lo que
descarta de antemano cualquier transacción con las instituciones y
entramados existentes y hace tabula rasa con ellos. Así, y sin embargo,
se cuela en su proyecto el utopismo, incluso en el caso de quienes, como
Lenin o Trotsky, se reivindicaron “socialistas científicos”: una vez
liquidado todo, hay que construir algo en su lugar, y ese algo es una
utopía para la que no hay mapas. El trabajo con las instituciones y
entramados sociales previamente existentes podría haber permitido un
cierto sentido de dirección, pero ya vimos que se barrió con ellos de un
plumazo, de la misma forma en que el marxismo liquidó todos los
problemas extraeconómicos como superchería, superstición o “conciencia
falsa”. La Revolución, así, no sólo ignora la sociedad sobre la que está
operando, sino que su código genético es una militancia activa y
decidida para ignorarla. Si la conociera de veras, si se involucrara en
ella, incluso desde la perspectiva del cambio, ya no sería Revolución
con mayúsculas sino minúscula reforma; no romanticismo heroico sino
prosa grisácea. Y así como el marxismo es la trampa perfecta para los
intelectuales apurados, la Revolución es el oficio hecho a medida de los
aristócratas desclasados, los hijos de familias venidas a menos, los
pequeños burgueses sin éxito, los estudiantes y académicos sin empleo
fijo y los lúmpenes, comparsa estable en la composición sociológica de
los liderazgos revolucionarios a través de los tiempos y de los países.
Aunque no lo sepan, aunque sincera e indignadamente lo nieguen, lo que
estos personajes buscan es la vía corta para recuperar un poder que han
perdido o al que no podrían llegar de otra forma. La Revolución es un
modo de la clase media de escaparse de su malestar en la cultura.
"La Revolución es un modo de la clase media de escaparse de su malestar en la cultura."
La revolución realmente existente
Pero aún así las revoluciones ocurren, y probablemente seguirán
ocurriendo. Ya que toda sociedad, en su despliegue y desarrollo, tiene
puntos de fractura donde las instituciones existentes se vuelven
inoperantes. Otro motivo, a menudo subestimado, es la simple torpeza y
estupidez de sus clases dirigentes. El genio táctico del revolucionario
profesional –Lenin es el ejemplo paradigmático– consiste en apoderarse
de la situación y hacerla trabajar para sus propios fines. El verdadero
revolucionario profesional –Lenin otra vez– no es realmente un ideólogo
sino un oportunista, un pragmático descarado que no vacila en enterrar
todas sus teorías y conceptos previos ante la posibilidad de tomar la
mínima parcela de poder concreto. Y tampoco duda en sacrificar cualquier
principio anteriormente sostenido si está en juego la preservación y
ampliación de esa parcela de poder. El verdadero revolucionario es un
hombre de la realpolitik más cercano a Maquiavelo y a Hobbes que a Rousseau, Fourier o Saint Simon. Es un hombre del Estado.
Los entretelones de Octubre
La llamada Revolución Rusa de octubre de 1917 contaba, en abril de
ese año, con la oposición cerrada de todos los líderes del Partido
Bolchevique, educados hasta entonces por Lenin en la idea de la
coalición con los partidos burgueses contra la autocracia, y de la
imposibilidad de saltar la etapa capitalista democrática entre el
feudalismo y el socialismo. Cuando llegó a Rusia, bajo la forma de un
caballo de Troya y un presente envenenado del Kaiser alemán a un enemigo
que ya estaba perdiendo la guerra, Lenin tuvo que imponer sus nuevas
tesis revolucionarias en su Comité Central, conspirando y amenazando con
renunciar, es decir: poniendo todo su prestigio, su pasado y su leyenda
como argumento de fuerza. Su principal aliado no fue ninguna de las
“diez cabezas fuertes” que había imaginado en su libro Qué hacer
–un verdadero manual de totalitarismo– como modelo de dirección de su
partido revolucionario: fue Trotsky, un atípico menchevique de
izquierda.
Aun en las vísperas mismas de la toma del poder, dos de esas “diez
cabezas fuertes” (Zinoviev y Kamenev, que no estaban de acuerdo con el
proyecto) no dudaron en denunciar la fecha de la revolución a la prensa
burguesa. Cuando se trató de conseguir la aprobación de los Soviets para
la aventura, se arguyó un inexistente complot contrarrevolucionario. Y
en el momento de la revolución propiamente dicha, el gobierno
provisional de Kerensky estaba literalmente desarmado por su propia
decisión de continuar la guerra con un ejército en deserción y desbande
masivos. A Lenin, para tomar el poder, le bastó en cierto modo sólo la
fuerza de una promesa: “Paz (para los soldados), pan (para los obreros
industriales) y tierra (para los campesinos)”. Y también esta fórmula de
crudo realismo político: “La derrota (en la guerra contra Alemania) es
el mal menor”. Con idéntico realismo, había aceptado convertirse en el
regalo envenenado del Kaiser a Kerensky, y así también disolvió, cuando
estuvo en el poder, los Soviets y los sindicatos, que no le eran
necesarios sino más bien obstáculos. Más que una revolución, lo que pasó
en Rusia en octubre del ‘17 fue una combinación de insurrección con
golpe de Estado, apoyada por los Soviets (una mixtura de sindicato
revolucionario sui géneris con parlamento en armas), contra un poder que
había perdido toda sustancia militar: así se explica que el movimiento
haya prescindido casi completamente de cualquier derramamiento de
sangre. Como vemos, la Revolución no nació de ninguna aspiración
socialista alentada por la minúscula clase obrera rusa –tomar la gestión
de la sociedad en sus manos–, sino de algunos deseos muy burgueses:
volver a casa (los soldados), comer regularmente (los trabajadores
industriales), ser dueños de su propia tierra (los campesinos).
Sin embargo, después de este golpe de Estado, Lenin empezó la
verdadera Revolución de la que los Soviets y la estupidez de Kerensky le
habían proporcionado apenas el punto arquimédico, el dispositivo
instrumental. Y esta vez sí: fue violenta, y hubo sangre derramada. La
primera etapa consistió en eliminar los focos de resistencia militar, la
familia real, las clases poseedoras en bloque y, por fin, la oposición,
los Soviets, los sindicatos independientes y las manifestaciones de
protesta social. La justificación de este proceder, como en todo sistema
historicista, se encontraba en los objetivos últimos, una especie de
pedido de crédito ante el juicio de la historia universal.
Extraña pareja I
El razonamiento de Lenin era más o menos éste: La Revolución Rusa era
irregular y débil (ocurría en un país atrasado, contra la predicción y
los consejos de Marx), pero debía mantenerse a la espera, como bandera
propagandística, de la revolución europea. Naturalmente este modo de ver
las cosas sentaba las bases ideológicas del imperativo de perpetuación
del régimen a toda costa, cuyas primeras necesidades eran una fuerte
policía política y un ejército igualmente fuerte. Con este diagrama de
acción Lenin prefiguró a Stalin, aunque más tarde se quejara del estilo
de conducción de su discípulo. Porque Stalin se limitó a desplegar los
corolarios lógicos de la posición de Lenin: primero suprimió las
fracciones dentro del partido, luego deshizo el partido y finalmente se
entronizó como autócrata. No fue sólo vocación dictatorial: la
Revolución tiende a contener los embriones de la tiranía, en la medida
en que su tabula rasa descarta de antemano cualquier
restricción o equilibrio de poderes, y así hereda y potencia el
autoritarismo del régimen al que derroca. Además, como la esperada
revolución europea no se produjo, las justificaciones para una autarquía
totalitaria estaban dadas.
"La base de las revoluciones es un ataque de nervios de la sociedad; su continuidad en el tiempo es otra cuestión."
Extraña pareja II
Trotsky, que perdió frente a Stalin la pelea por la sucesión de
Lenin, es autor de una teoría muy conveniente para todos, y a primera
vista bastante verosímil: la Revolución habría sido traicionada por
Stalin, que la habría degenerado en una burocracia tiránica, interesada
sólo en su perpetuación y carente de cualquier voluntad de propagar el
movimiento comunista mundial o de desplegar una política exterior
revolucionaria. Una especie de Termidor, que no llega a abolir las
conquistas centrales de la Revolución –la nacionalización, la
centralización y la economía dirigida– pero que sí cesa toda actividad
política realmente revolucionaria en su programa. Algo de cierto hay en
esto: gracias a una política exterior sumamente conservadora y prudente,
la Unión Soviética duró más de setenta años, mientras el movedizo y
dinámico imperio de mil años de Hitler llegó solamente a doce. También
es verdad que Stalin llevó al paroxismo los elementos totalitarios que
en la época de Lenin recién se insinuaban. Sin embargo, Trotsky, para
desacreditar a Stalin, lo compara con una supuesta “democracia
socialista” que nunca existió, y pasa por alto no sólo los pasos
fundacionales de Lenin hacia el Estado totalitario sino también sus
propios pecados estalinianos, como la fórmula de “comunismo de guerra”
(que en la práctica significaba guerra contra los trabajadores), o su
aprobación, en un supuesto Estado obrero, de la represión de los
marineros del Kronstadt. Y, lo que es aún más grave, elige ignorar que
Stalin esencialmente cumplió las consignas internas de la Revolución:
colectivización agraria, nacionalización, industrialización, Estado
fuerte. Que la dictadura haya sido suya, y no del proletariado, sólo
puede reprochárselo alguien lo suficientemente ingenuo para creer que el
proletariado puede ejercer una dictadura. Y Trotsky no era ingenuo.
Un viaje de ida
Las
revoluciones de ideología socialista que siguieron –como los
artificiales implantes soviéticos en Europa del Este– reprodujeron a
grandes rasgos el modelo madre de construcción y desarrollo: un modelo
verdaderamente revolucionario, puesto que se proponía rehacer la
sociedad de cabo a rabo. Todos esos experimentos fueron absolutos
fracasos. La excusa de que la Revolución Rusa ocurrió en un país
atrasado y no en uno industrializado ya no puede sostenerse: primero
porque Rusia no era un país tan atrasado, y luego porque setenta años
son más que suficientes para desarrollarse si el proyecto elegido es el
correcto. Y, por otro lado, está el dato de que cuando el sistema
soviético se implantó en sociedades más modernas (Alemania Oriental,
Checoslovaquia), el resultado fue el estancamiento. El totalitarismo
revolucionario resulta ineficaz en la medida en que el proyecto de la
Revolución no se basa en las condiciones, instituciones y modos de vida
existentes sino en un diseño utópico, que necesita de una enorme dosis
de violencia para imponerse. Su autoritarismo y su sistema de comando,
que parecen a primera vista expeditivos y eficientes, sólo lo son a
medias, vale decir que no lo son: sirven como viaje de ida (de las
ordenes) pero no de vuelta (de las realidades), ya que cohíben la
retroalimentación informativa del régimen respecto de las tendencias
sociales y económicas dominantes. El Gosplan soviético tenía que fijar
millones de precios regularmente, pero sus criterios eran tan irreales
que, en los últimos años de la URSS, las únicas cosas que abundaban eran
el desabastecimiento y el mercado negro.
Sintetizando: La Revolución, contra lo que a veces se piensa, se
llevó a cabo. Sin duda no constituyó un organismo de poder directo del
proletariado, que nunca quiso ni fue capaz de ejercer ningún poder, pero
en cambio cumplió desde arriba sus consignas previas de ingeniería
social. La observación es válida tanto para la colectivización y la
industrialización de Stalin como para los mil devaneos de Mao; para el
fetichismo siderúrgico que dominó Europa Oriental en la Guerra Fría como
para la sangrienta vuelta al campo en la Camboya de Pol Pot. No es
verdad que la Revolución no tuvo ocasiones o posibilidades de probar su
valor; en realidad, tuvo demasiadas, a lo largo de setenta años de
inestabilidad durante los cuales buena parte del mundo fue sometida a
despiadados y estériles experimentos de ingeniería social.
La revolución era una fiesta
Contra la sordidez y el desencanto de las revoluciones que
triunfaron, la bella alma progresista elige destacar el indudable
encanto de las revoluciones que no llegaron al poder, y que por lo tanto
no tuvieron oportunidad de corromperse y descascararse. Aquí la
tradición es grande, mucho mayor que la de las revoluciones triunfantes.
Arranca desde Espartaco, sigue por Babeuf y la Comuna de París y en
nuestro siglo cuenta con el golpe espartaquista en Alemania en 1918, la
Comuna húngara en 1919, la República española en los años ’30, el Mayo
francés de 1968 y los movimientos estudiantiles norteamericanos de la
misma época.
Acontecimientos de esta clase vienen a ocupar, en la teología laica
de la Revolución, un lugar equivalente al de los mártires, y también
contribuyen a investirla de una dignidad moral aparentemente
irrecusable. Indudablemente, por lo demás, se trata de momentos muy
lindos, días de asueto universal y de jolgorio donde todo parece
posible. Si alguien dijo que la huelga era, por sobre todo, una alegría,
la Revolución es un momento orgiástico y una fiesta permanente, de
máxima inspiración, comunicación y circulación social, una especie de
primavera salvaje, de deshielo de relaciones personales y sociales que
parecían petrificadas, y también una aceleración de la conciencia
personal y la posibilidad de una nueva y más afinada percepción de las
cosas. Una anécdota de la Comuna de París refiere que los insurrectos,
sin ningún motivo aparente, disparaban contra los relojes de los
edificios, como si quisieran abolir un tiempo –el de la productividad
burguesa y los horarios laborales– que los hacía esclavos. Arthur
Koestler ha dejado un testimonio muy ilustrativo de uno de esos momentos
(la Comuna húngara) en su autobiografía Flecha en el azul:
“La celebración del 1° de mayo de 1919 fue la apoteosis de la efímera
Comuna húngara. Parecía que la ciudad entera se había transformado. Las
plazas de Budapest padecen de una sobreabundancia de enormes estatuas
de bronce, con personajes famosos que atacan al enemigo sobre
caracoleantes caballos, o pronuncian discursos con un brazo alzado, y un
rollo de pergamino bajo el otro. El 1° de mayo, todas estas estatuas
quedaron ocultas bajo armazones esféricas de madera, cubiertas de paño
rojo, donde habían pintado los océanos y los continentes del mundo. Esos
globos gigantescos –algunos tenían más de cincuenta pies de alto,
porque el héroe de bronce del interior cabalgaba un caballo
especialmente voluminoso– producían un efecto fascinante. Parecían
globos cautivos, anclados en las plazas, dispuestos a levantar por los
aires a la ciudad entera; eran símbolos del nuevo espíritu cosmopolita, y
de la decisión del nuevo régimen de ‘levantar al globo de su eje’”.
Quizá convenga aquí distinguir entre la Revolución como un acto de
insubordinación más o menos espontáneo de la población y la Revolución
como operación de ingeniería política para tomar el poder sobre la base
de esa insubordinación. El relato de Koestler se ajusta a la primera
descripción; la Revolución Rusa de octubre –no la de febrero–, a la
segunda. La distinción es importante porque algunas de las revoluciones
fallidas fracasaron porque no tenían un proyecto de poder, o porque no
podían tenerlo, o porque la posesión del poder del Estado no entraba en
el perímetro de sus reivindicaciones. La base, el grado cero, la materia
prima y el mínimo común denominador de las revoluciones es un ataque de
nervios general de la sociedad; su fecundidad o su continuidad en el
tiempo son otra cuestión.
Mayo fugaz
El paradigma contemporáneo de revolución utópica fallida es el Mayo
francés, que por varias semanas puso a París en un estado de crisis
prerrevolucionaria para luego disolverse aparentemente en el aire. El
enigma de esta disolución repentina ha dejado intrigados y sin
respuestas a muchos, incluso a algunos de los protagonistas del
movimiento, como Daniel Cohn-Bendit. Y no es un enigma menor: Mayo de
1968 es importante como representación, símbolo, metáfora y licencia
poética de los ’60, una década en la que también ocurrieron la Primavera
de Praga y su trágico final, las aventuras del Che Guevara en el Congo y
Bolivia, los asesinatos de John y Robert Kennedy y de Martin Luther
King y el comienzo de la rebelión juvenil contra la guerra de Vietnam en
Estados Unidos. Con sus ingeniosas consignas utópicas y libertarias
–“Prohibido Prohibir”, “Sea realista, pida lo imposible”, “Debajo de los
adoquines está la playa”, etc.–, el Mayo francés parece una síntesis
del optimismo contestatario de la época, así como de su grito de guerra
generacional.
El enigma de la desaparición de la Revolución de Mayo puede
despejarse rápidamente: el movimiento se disolvió tras lograr sus
objetivos. Que no eran exactamente los que proclamaban sus poéticas
consignas –siempre traicioneras cuando se las toma al pie de la letra–,
sino una reforma universitaria, una modernización y liberalización
sociales, la terminación de la dictadura de los padres, profesores y
adultos y la concesión de un lugar razonable para la generación nacida
en la posguerra. Algunos participantes del movimiento quedaron
enganchados en la ideología izquierdista que los animaba, y en los años
’70 derivaron en el terrorismo europeo, síntomas de impotencia y de
aislamiento social. Otros se volvieron ecologistas, empresarios o
periodistas, ocupando el lugar de clase media para el que estaban
destinados. Porque el Mayo francés, pese a sus ocasionales apoyos
obreros y a la parafernalia de sus consignas ultraizquierdistas, fue
esencialmente un movimiento de la clase media: la verdadera clase baja
estaba más bien dentro de los uniformes de policía contra los que se
enfrentaban los estudiantes.
La Revolución no figura hoy en la agenda de ninguna persona seria,
hecho al que contribuyó la desaparición progresiva de las dictaduras
contra las que parecía el único recurso. Pero el sufrimiento y los
fracasos que depararon las revoluciones de este siglo, como corroborando
la observación de Hegel sobre la “astucia de la razón”, tampoco parecen
haber sido en vano: algo hemos aprendido, algo se ha avanzado. La idea
de Revolución, sin embargo, sobrevive aún como nostalgia, y también como
cifra ideológica de un pasado presuntamente apasionado, comprometido y
heroico. Aunque hoy llegue hasta nosotros con los signos del Gulag y de
Auschwitz. Es decir, de la barbarie.
Publicado originalmente en Revista Página/30, Año 8, Nro. 88, Noviembre 1997