EL RAYO DE LA FRATERNIDAD

EL RAYO DE LA FRATERNIDAD

Mientras la lucha antirracista sigue ganando terreno, se profundiza la caída de Trump en las encuestas 

«Los grandes peligros tienen una clase de belleza. Traen a la luz la fraternidad de los desconocidos». (Víctor Hugo.)
Estados Unidos vive tiempos históricos por partida doble. En medio de una pandemia de alto contagio y cargando con la pesada mochila del desempleo, cientos de miles de ciudadanos tomaron las calles manifestándose contra la brutalidad y la discriminación racial de la policía. Pasado el temblor inicial detonado por la muerte de George Floyd, las noticias de la semana ya no se centran en las protestas y en los disparates presidenciales a los que el público está tan habituado. Las variadas iniciativas públicas y privadas que surgen como respuesta a la marea de voluntades que forman el movimiento Black Lives Matter (“Las Vidas Negras Importan”) ocupan la mayoría de los titulares. Las manifestaciones y la represión de los primeros días, signadas por el caos y la violencia, se transformaron en ríos de caminantes unidos por un sentimiento de fuerza, celebración y triunfo. Luego del sabor amargo que dejó “Occupy Wall Street” (Ocupa Wall Street, el fallido intento en 2011 de torcer la creciente desigualdad económica), no son tantos los que se atreven a imaginar súbitos cambios revolucionarios, pero el atronador movimiento sísmico que se sintió en todo el planeta deja la sensación de que si va a haber un antes y después del coronavirus, mucho más lo habrá luego de la muerte de George Floyd.
La reacción a los abusos policiales que sufre la población negra no es nueva, pero sí lo es la proporción de manifestantes blancos que salieron a la calle y que son parte fundamental de la protesta. Con la presencia de los boomers —la generación que luchó contra la guerra de Vietnam y pregonó la paz y el amor libre— y de los millones de jóvenes que apostaron a la figura de Bernie Sanders (quizás la única figura realmente progresista que ha calado hondo aquí), estas protestas multirraciales han atravesado también todas las clases sociales, surgiendo mayormente en centros urbanos y extendiéndose hacia las zonas rurales, donde las minorías de color comienzan a expresarse. Se trata de un gran acontecimiento, un nuevo paisaje social que cambia no sólo las cartas en juego, sino los valores de esas cartas. Mientras la conciencia del país se fortalece con la unión de sus ciudadanos, Trump sigue jugando sus ases ganadores sin darse cuenta de que lo sucedido en estos días puede rápidamente convertirlos en meros 4 de copas.
El siempre tácito y muchas veces vocal apoyo del Presidente a los nostálgicos de los valores tradicionales, religiosos y “blancos” (una cultura que en sus bordes acoge a un violento supremacismo racial, armado hasta los dientes) ha sido desde el principio un caldo a punto de hervor. Esa legitimación constituía un problema que la mayoría de los republicanos preferían no ver, y que hoy les explota en la cara. En estos días, más del 75% de la población declara que el racismo y la discriminación en el país son un gran problema que requiere una solución. Mientras los republicanos hacen gala de su oportunismo y su rapidez de reflejos apurando legislaciones que prometen controlar el poder policial, los instintos reaccionarios de Trump parecen haberse vuelto obsoletos. Ante la caída en las encuestas, continúa aferrándose a un berrinche autoritario que ya no le funciona. Trump siempre ha utilizado sus palabras como balas que dispara desde Twitter, y hoy son ellas las que, como un boomerang, se le vuelven en contra. El Presidente comenzó la semana replicando una delirante falsedad sobre un hombre de 75 años que fue empujado y herido por la policía mientras caminaba, alegando que posiblemente era “un agitador extremista”, y avergonzando a propios y ajenos. Continuó asegurando que “el coronavirus es ya cenizas” el mismo día que el índice bursátil Dow Jones bajaba 6.9% por las noticias sobre el ascenso del virus en casi la mitad de los Estados. Terminó la semana describiendo el video de la violenta represión de Minneápolis con gases lacrimógenos como “una escena hermosa de ver”. A pesar de su creciente irrelevancia, un Trump “perdedor” (palabra que encarna su miedo más atávico) promete una larga y turbulenta noche durante estos meses pre-electorales. Si ya se esperaban torrentes de teorías conspirativas y la incansable actividad de los bots norteamericanos y rusos que tanto influyó en la elección anterior, esta nueva situación requerirá de artilugios más arteros. Hoy el aire político se corta con tijera. En cambio, y por suerte, en el aire social flota un aroma francamente esperanzador. Las caminatas del barrio en esta semana, guiadas por gente en bicicleta que se adelanta con cuidado para desviar el tránsito, las botellas de agua apiladas a los costados para quien las necesite y los voluntarios repartiendo barbijos, son imágenes que hablan un lenguaje opuesto al de Trump. La palabra que surge es “fraternidad”, que de la tríada Liberté, Egalité, Fraternité —consigna que fundó la democracia moderna— es quizás la que está hoy más al alcance de nuestra mano.
De las tres ilustres palabras, Fraternidad es también la que ha quedado rezagada ante la urgencia y prominencia de las otras dos, que atravesaron rutas complejas y muchas veces contradictorias. El argentino Carlos Boyle escribió hace una década un libro llamado El siglo de la fraternidad, donde propone la posibilidad de que esta idea olvidada adquiera relevancia en el siglo XXI, facilitada por el advenimiento de Internet y una comunicación horizontal, sin jerarquías, como la que facilitó la viralización de la trágica frase I can’t breathe (No puedo respirar). Boyle nos cuenta por WhatsApp: «Durante el siglo XIX el gran tema fue la Libertad: abolida la monarquía, los ciudadanos eran de ahí en más libres de elegir su representación. El proceso llevó tiempo y las consignas originales fueron perdiendo fuerza. La idea de Igualdad recién toma protagonismo mundial en el siglo XX, cuando las luchas en su nombre se dieron en un marco de rivalidades políticas que dejaron relegado el concepto de Fraternidad». Así es, el siglo XX, plagado de purgas extremas y atravesado por la “limpieza racial” del Holocausto, no parece haberle dejado mucho margen. Hoy, marchando en un barrio afroamericano de Nueva York, rodeada tanto de negros como de blancos, pienso que este puede ser un buen momento para reclamar la bendita palabra. Aunque no pueda ver las sonrisas cómplices bajo las máscaras, hay un algo en las miradas al encontrarse que, simplemente, no estaba ahí tres semanas atrás y podría llamarse el rayo luminoso de la fraternidad.
La palabra en cuestión ha quedado opacada en el imaginario popular, en parte, porque se la relaciona con grupos de hombres blancos como los Templarios o los Masones. Quizás es en Estados Unidos donde la distorsión de la palabra hacia un sentido masculino y de élite es más profunda: la palabra fraternity se refiere, básicamente, a esos grupos herméticos  formados por estudiantes varones de universidades caras que se autodenominan con letras griegas como Omega o Epsilon y sirven para establecer buenos «contactos» para futuros negocios. Se trata de fraternidades de unos pocos, claramente alejadas del concepto que soñó Robespierre, especialmente cuando estos pocos son también los que siempre ganan. Continúa Boyle: «La teoría del juego de Nash propone la necesidad de un equilibrio, una alternancia entre los que ganan y pierden. Si siempre ganan los mismos, el juego en algún momento se agota y nadie aprende a jugar mejor. En un esquema fraternal, esta es la manera de evolucionar como grupo. No hablo de la hermandad utópica y universal del Himno a la alegría, se trata una voluntad de unión que es local, territorial, entre pares, y que trabaja por el bien común”. Podría decirse que la fraternidad, bien entendida, no sólo puede hacer la vida más grata, sino también más sostenible.
Lo que ya no parece sostenible aquí es la institución policial, que ha ido militarizándose progresivamente, creciendo en miembros y en presupuesto y escudándose bajo la opacidad de un sistema disciplinario altamente secreto. A esta altura podría hablarse de una famiglia policial que en 1977 le costaba a los ciudadanos 60.000 millones de dólares (en cifras ajustadas a la inflación) y en 2017 pasó a costar 194.000 millones. No son menos impresionantes las cifras del negocio de las prisiones en el país: con 2.200.000 de presos, esta población es sólo superada por cuatro ciudades del país en número de habitantes. La proporción de afroamericanos encarcelados es más del doble que los hispanos y cinco veces mayor que los blancos. Según la data de la organización Mapping Police Violence de 2019, las posibilidades de que la policía mate a un ciudadano negro son tres veces más altas de que mate a un blanco, aunque los blancos muertos tienen más del doble de posibilidades de haber estado armados en ese momento. ¿Cómo se llegó a este estado de cosas? En su libro Estados de la negación, Stanley Cohen describe el acto de “negar” no como una relación con a la mentira o la verdad, sino como “un estado mental que a veces involucra a culturas enteras, en los que sabemos y no sabemos simultáneamente”. Vendría a ser como una zona de confort en la que uno se queda tranquilo mientras esconde los trapitos sucios en un rincón del closet. Se ha llegado aquí por un estado de negación colectiva, y de aquí se saldrá con un estado de conciencia también colectivo, como el que parece estar despertándose.
Como muestra, hoy las cúpulas militares consideran cambiar los nombres de las bases que aún honran a los generales de la confederación esclavista, las estatuas de estos mismos generales comienzan a ser desmanteladas en varias ciudades, organizaciones como Nascar han prohibido la bandera confederada en sus eventos, las maniobras de estrangulamiento están siendo específicamente prohibidas en varios Estados y una batería de leyes locales y federales están siendo creadas para asegurar buena conducta y transparencia en las fuerzas de seguridad. En el ámbito privado, empresas como Sony Music y Warner Music (al igual que Michael Jordan), han donado 100 millones de dólares cada una a la lucha contra el racismo, y ejecutivos de miles de empresas anuncian cambios en sus políticas. Como nota de color, la empresa Band-Aid anunció ayer que comenzará a fabricar apósitos adhesivos —curitas— con nuevos y variados tonos de piel. Increíble que no se les haya ocurrido antes. La ocasión invita también a algún exceso de la corrección política: la compañía HBO Max decidió retirar  de su plataforma la película Lo que el viento se llevó, acción más cercana a la censura que a la voluntad de cambio.
La polémica sobre los deportistas arrodillándose al principio de los eventos deportivos es quizás el hecho que mejor dibuja el arco cambiante del humor social frente al racismo de estos años. El día en que la estrella del fútbol americano Colin Kaepernick se arrodilló durante el himno nacional, en señal de protesta contra el maltrato de las minorías raciales (despertando la ira de Trump, al punto de llamar a sus seguidores a un boicot al deporte), comenzó una tendencia que se expandió hacia otros deportes y hasta a algunos (si bien pocos) policías que demostraron su solidaridad con los manifestantes arrodillándose ante ellos. Hoy la poderosa liga nacional de fútbol americano (NFL) acusada de haber complotado para que Kaepernick no consiguiese firmar un contrato en estos últimos años, lanzó un comunicado: “Nosotros, la NFL, condenamos el racismo y la opresión sistemática contra las personas de color. Nosotros admitimos que nos equivocamos al no escuchar a los jugadores de la NFL anteriormente y alentamos a todos a protestar de manera pacífica”. Al arrodillarse, Kaepernick se plantó para que muchos no tengan que ser puestos violentamente de rodillas y marcó un camino, ese que hoy nos encuentra transitando una primavera en la que finalmente, y en plena pandemia, florece la fraternidad, esa flor que puede romper la piedra.

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