Entrevista. Según el antropólogo Robin Dunbar, los seres humanos podemos entablar relaciones verdaderas con no más de 150 personas. La distorsión de la sociabilidad en la red es el tema de esta nota. de acá
Por Ana Prieto
“Una forma de definir el número de Dunbar” dice el propio Dunbar, “es como el conjunto de personas a los que si encontraras en la sala de tránsito del aeropuerto de Hong Kong a las 3 de la mañana, no te avergonzarías de abordar y decir ‘¡Hola! ¿Cómo están? ¡Tanto tiempo sin vernos!’. De hecho, se molestarían si no los saludaras. No necesitarías presentarte porque sabrías dónde te situás en su mundo social y dónde se sitúan ellos en el tuyo. Y, llegado el caso, estarían más dispuestos que no a prestarte cinco pesos”.
El número de Dunbar, desde luego, no es una medida afectiva sino cognitiva. No importa qué tan buenos vecinos queramos ser, no hay manera de que podamos seguirles el rastro a las doscientas, trescientas o quinientas personas que viven en nuestro edificio. No importa qué tanto nos dediquemos al activismo estudiantil, jamás podremos relacionarnos con todos los miembros de una universidad. Y, si un funcionario político dice al micrófono que nos quiere, tenemos que ser conscientes de que siempre lo hará desde el apacible terreno de la metáfora.
Para complicar las cosas, llegaron las redes sociales, con su apremiante pulsión relacional, su adictiva promesa de protagonismo y su esencial deformación de expresiones que solían tener otros sentidos, como “amigo”, “seguidor” o “me gusta”. Una vez más: no hay manera de que podamos seguirles el rastro a esos trescientos, quinientos o cinco mil “amigos” que hemos sumado a Facebook. Y, de hecho, que el exitoso invento de Zuckerberg describa como “amigos” a personas cuya enorme mayoría no son más que avatares en una pantalla, es una suerte de bullying al número de Dunbar.
Desde su domicilio en Oxford, Robin Dunbar charló con Ñ sobre las relaciones en línea, la impunidad digital, los poderosos con Twitter y el peligro potencial para la sociabilización que supone estar conectado el día entero.
–¿El éxito de las redes sociales es una consecuencia de nuestra pérdida del sentido de comunidad?–Es posible. Creo que lo que impulsa a estas redes, en parte, es el hecho de que estamos más desperdigados en distintos países y continentes, algo particularmente cierto en lo que respecta a los jóvenes, que son sus principales usuarios. Hace 50 años, lo más seguro es que hubieras perdido la amistad de alguien que se mudaba a otro país. Existe una tendencia natural a querer conservar a tus amigos, y Facebook y plataformas similares lo permiten. También es cierto que ser más “móviles” ha creado una verdadera fragmentación de las redes sociales verdaderas, incluso dentro de una misma familia. En tiempos en los que es difícil encontrarse con alguien para tomar una cerveza o un café, se aviva el deseo de mantener las relaciones familiares y de amistad.
–Usted ha dicho que la tecnología puede lidiar con un número casi ilimitado de personas, mientras que las personas, desde luego, no. En efecto, parece que tenemos suficiente sitio para mantener miles de relaciones, siempre y cuando sean anónimas e irrelevantes. Sin embargo, su número importa. Por ejemplo, hoy se mide la importancia de lo que alguien dice en base a sus seguidores en Twitter. Si una persona tiene 10 o 20 seguidores, lo que dice es irrelevante, pero si tiene 50 mil, no. ¿Cuál es nuestra fijación con la cantidad? ¿Significa algo?–Creo que eso tiene que ver con que en las sociedades de pequeña escala los líderes carismáticos han sido siempre muy importantes. Recordemos que durante la mayor parte de nuestra historia vivimos en comunidades muy pequeñas, de unos cuantos cientos de personas. En esos contextos, esos líderes jugaron un papel preponderante en la creación del sentido de pertenencia a una comunidad. Y eso todavía está con nosotros: si alguien es venerado por muchos, tendemos a verlo como un indicador de que esa persona es importante y a considerar su ejemplo como una guía para hacer bien las cosas. Y así es como terminamos siguiendo a gente famosa en Twitter. El problema es que no existe ninguna guía que nos diga qué tan bondadosa o inteligente esa persona realmente es; uno puede conseguir seguidores en las redes sociales por las razones incorrectas.
–Usted también dice que la impersonalidad de la autopista electrónica hace que la gente sea menos discreta en sus interacciones con otros. Lo vemos todo el tiempo: las redes fomentan cierta impunidad. ¿Cree que esto tendrá consecuencias en el largo plazo? ¿Estar online todo el día podría tener algún efecto en nuestro comportamiento offline?–Es posible, y es un verdadero problema que la gente suela presionar el botón “enviar” antes de pensar. Todos lo hacemos. Frente a una computadora, te comportás de una manera en la que no te comportarías en público, y en parte se debe a que en los encuentros cara a cara estás todo el tiempo chequeando qué piensa la otra persona y cómo reacciona a lo que decís, y eso a veces evita que hagas o digas determinadas cosas. Debido a que no recibís un feedback inmediato a través de la interacción electrónica, respondés automáticamente, antes de pensarlo bien. Según un estudio que se hizo en Gran Bretaña hace más de un año, el 50% de la gente ha dicho algo online de lo que se arrepentía. Es una proporción muy, muy grande. Ahora bien, podés haber dicho alguna tontería, y tus amigos te lo van a perdonar; no pasa nada. Pero a veces podés decir algo muy serio y terminar rompiendo una amistad o incluso una relación familiar. Y las relaciones familiares son más difíciles de subsanar que las amistosas. Es cierto que las familias son más resilientes, más compasivas y que toleran más. Pero si vas muy lejos puede ser catastrófico; es muy difícil recomponer ese tipo de relación.
–¿Entonces no sabemos lidiar con los riesgos de la comunicación online?–No, no somos buenos para lidiar con eso. Ni siquiera sabemos lidiar con los riesgos de comunicarnos desde un automóvil; creemos que como vamos dentro de un armazón de metal, estamos más seguros y podemos insultar a otro conductor. Pero si estuvieras parado en la calle al lado de él, no te atreverías a insultarlo.
–¿Solución?–No creo que haya ninguna solución salvo intentar educarnos. No estamos habituados a trabajar en entornos online. La experiencia natural se basa en encuentros cara a cara, y cuando no podemos hacer nuestros controles naturales no funcionamos muy bien porque no estamos obteniendo las señales que normalmente nos frenarían.
–Es lo que sucede con los estafadores web, por ejemplo.–Ese es un problema en todas partes. Miles de millones de dólares se pierden cada año en estafas románticas. Hay gente que pierde sus casas o sus ahorros de toda la vida. En las relaciones cara a cara, recibimos alertas constantemente; hacemos verificaciones de la realidad todo el tiempo para mantener el equilibro entre la imagen idealizada de una persona y su comportamiento real. En el mundo online, en cambio, no obtenemos nada de eso. Los estafadores amorosos son extremadamente buenos en darle a la persona del otro lado de la línea información que refuerce sus creencias, con lo que terminan construyendo una imagen completamente falsa e idealizada de sí mismos. Y una vez que se llega a ese punto, es difícil salir, especialmente para las mujeres, que suelen ser más confiadas. Una vez que el mecanismo de verificación de la realidad deja de funcionar, es demasiado tarde.
–El número de Dunbar está completamente sobrepasado en las grandes burocracias y en el aparato del Estado. ¿Por qué es tan difícil deshacer esas estructuras? O mejor: ¿por qué son esas las estructuras que parecemos construir naturalmente?–El problema se remonta, me parece, al hecho de que estamos diseñados para vivir en comunidades pequeñas, del tamaño, justamente, del número de Dunbar. Pero después aprendimos a vivir en pueblos y ciudades, y cuando se volvió difícil manejar un montón de personas juntas, la solución que encontramos fue la creación de estructuras jerárquicas. Eso nos ha permitido mantener cierta cohesión social, e imponer el buen comportamiento en la gente creando leyes y asegurándonos de que quien las incumpla reciba un castigo, lo que hace que la gente se comporte mejor.
–Pero esas estructuras están lejos de funcionar a la perfección.–Digamos que estamos atorados en una jerarquía que funciona bien o más o menos bien la mayor parte del tiempo, pero que tiene una inercia terrible y muy difícil de remontar. En el ámbito militar esa jerarquía funciona porque se imponen castigos muy estrictos, imposibles de aplicar en el mundo civil ya que nos rebelaríamos contra esas imposiciones. Nuestro modo de organización funciona a medias: no es completamente eficiente y trae consigo una enorme inercia, pero no sé si hay un sistema mejor.
–Debido a que vivimos en sociedades tan inmensas, tener un verdadero diálogo con el poder se torna cada vez más difícil. Al mismo tiempo, los candidatos, presidentes y todo tipo de funcionarios políticos tratan de acercarse a la gente a través de las redes sociales. Miles tienen cuentas ahí y todos sabemos que, en su mayoría, no las manejan personalmente. ¿Cómo podemos ser leales a alguien que cada vez es más distante? En el pasado, hasta el rey estaba más cerca del pueblo.–Es un problema grave; se ha vuelto muy común que senadores o presidentes tengan su página en Facebook y su cuenta en Twitter, e intenten dirigirse al “ciudadano de a pie”. Pero no se trata de una relación personal; ellos no saben quién sos y en las relaciones de la vida real el trato debe ser mutuo: sé quién sos, vos sabés quién soy y así podemos tener algún tipo de relación que tenga alguna relevancia. Estas enormes cuentas de Twitter y Facebook que tienen los políticos son como faros iluminando a lo lejos: no importa si está pasando un barco o no, la luz sigue titilando.
–Y existe el problema de la concentración de poder. El poder, de hecho, es tal solo si se lo puede concentrar.–Una vez que tenés una sociedad de decenas de miles de personas, es muy fácil, para quienes están en el poder, acapararlo, controlar los recursos, poner el dinero en sus propias cuentas y proteger su propio futuro. Ese es parte del problema que estropea a las democracias de la actualidad. Tenemos elecciones, pero lo que los partidos suelen querer es controlar el poder, no trabajar por el bien común.
–¿Qué hace el exceso de información en nuestros cerebros? Suele decirse que estamos perdiendo nuestra capacidad de atención y concentración y que será cada vez más raro ver a alguien leyendo una novela de Dostoievski. ¿Es así?–No, eso es un mito urbano. No sé si alguna vez la situación fue diferente. Por un lado, el período de atención de una persona siempre ha sido corto, y esa es la manera en que nuestra mente está diseñada. En realidad, el problema es el ritmo que han tomado nuestras vidas: todo es rápido, entretenido, hay nuevas atracciones y todo eso se roba el tiempo que, en el pasado, hubiéramos invertido en sentarnos a leer un libro. El problema va más por ese lado: nuestro cerebro se ha llenado de cosas nuevas y entretenidas a las que prestar atención.
–¿Y nuestras habilidades sociales?–Tenemos un cerebro que puede lidiar con hasta 150 amistades y relaciones familiares. Pero si no disponemos de 20 o 25 años de una extensiva experiencia social, no somos capaces de aprender las habilidades para manejar esas relaciones. Mi preocupación es que los chicos que pasan demasiado tiempo conectados simplemente no estén teniendo la oportunidad de aprender a lidiar con las complejidades de la vida, porque una de las cosas que necesitás aprender es cómo ceder, como ser flexible. Y esto es lo que pasa en lo que llamo “los areneros de la vida”: cuando otro nene te tira arena en la cara, no podés salir del cajón, tenés que aprender a lidiar con esa situación. Pero si tu vida transcurre en línea, con tirar del enchufe ya está, no tenés que lidiar con nada. Dentro de 30 años sabremos si esto es un problema o no. Me preocupa que lo sea: gran parte de nuestra capacidad para manejar las grandes y complicadas sociedades en las que vivimos depende de ese largo período de experiencias de socialización durante la infancia, la adolescencia y la edad adulta. La mayoría de nosotros no adquiere competencias adultas hasta los 25 años. Que ese proceso no llegue a completarse es, creo, un problema mucho más grave.