Desde el año 2.728 antes de Cristo se sabe que existía un pueblo que vivía aislado gracias a inexpugnables montañas del Asia. Verdad era entonces todo lo que se decía. Lo que se prometía se cumplía y el hombre estaba al servicio del hombre y su crecimiento espiritual. Viejos sabios iban determinando magnánimas leyes que eran transmitidas oralmente desde sus aposentos conventuales hasta el pueblo en sus calles, campos y tabernas.
Solo un dilema tenían, la delicada tesitura sobre que dinastía de los consejeros que vivían en las siete montañas, era la que había dado origen a este imperio pacífico, sin rey. No era para llevarse la gloria generacional de quienes habían sido sus fundadores, era una búsqueda de sus orígenes después que se perdieran libros milenarios en un incendio con causa desconocida. Desde entonces, empezaron a enseñar a sus discípulos la historia, de boca en boca. Y para ello desde niños enseñaban a quienes iban a ser sus sucesores. Esto tenía que ver además con los dichos de un viajero que les habló de los inventos de la pólvora y de la brújula en otra zona, cuando ellos ya hacían miles de años que la habían concebido.
Este viajero habló de la invasión de todos los territorios por parte de ejércitos reclutados de diferentes pueblos que arrasaban con todo lo que encontraban a su paso, y ellos no iban a ser la excepción.
Como no tenían quien los organice militarmente, ya que era un pueblo de paz dedicado a la contemplación, el viajero se ofreció para organizarlos y comandarlos Al principio dudaron, pero al ver que no sabían los artilugios de la guerra decidieron otorgarle el poder del Imperio, solo con una condición. Que una vez terminado todo, renuncie y sigan gobernando en paz los viejos sabios de las altas cumbres.
Aceptó.
En poco tiempo hicieron barricadas, seleccionó un grupo de hombres fornidos y hábiles y formó su guardia imperial, puso vigías en los pasos y trabajó con la gente del pueblo para que aprendan a defender. Al cabo de un año, todo estaba listo, los invasores iban perdiendo mucha soldadesca pues se desbarrancaban en los acantilados. La batalla final se dio en las afueras de la ciudad, y los invasores fueron derrotados y sus jefes y soldados pasados a degüello.
Nunca habían visto tanta crueldad los pacíficos pobladores transformados en guerreros. El viajero convertido temporalmente en rey, subió a un montículo con sus generales. Desde el llano la gente lo vitoreó y llenó de elogios. Él agradecido, dijo que se iba a levantar un palacio inmenso allí donde se había desarrollado la batalla, repartió cargos a sus dirigidos y empezó la construcción de una verdadera fortaleza infranqueable. Para el pueblo ordenó fiestas con grandes banquetes que durarían los días exactos acordes a la edad de él, treinta y cinco.
Llamó a los sabios y les ordenó que denominen a la batalla, como la de la recuperación verdadera de la historia, que empiece a llamársele Dinastía XXII y que todo lo pasado sea solamente un recuerdo destinado a la nebulosa de los tiempos. Empezaba la época de la consolidación del terruño, pero sin tener en cuenta los miles de años pasados.
Le recordaron entonces el acuerdo de abandonar el cargo una vez terminado todo, pero los hizo encarcelar y a aquellos que no cedieron los condenó al destierro, siendo reemplazados por improvisados y aprovechados aprendices de historiadores, diletantes que querían solamente recibir favores en la nueva etapa del imperio.
Salieron bandos y decretos, que determinaban la necesidad de la sumisión y el orden a la autoridad establecida, que muerto el rey lo seguirían sus descendientes hasta que se acaben los mismos y que era hora de empezar a retribuir el pueblo a sus gobernantes con necesarios impuestos. Creó una corte de fanáticos posesos que hablaban en todos lados a su favor y de la urgente necesidad de ir levantando estatuas para asegurar la posteridad de los nuevos gobernantes.
Años tras años siguieron las cavilaciones y los argumentos que cada vez convencían menos a los integrantes del populacho. Año tras año se fueron indigestando y atragantando con informes y hechos que sabían, no eran verdad. Los fanáticos posesos por su lado hablaban de la urgente necesidad de la masificación para el bien de todos. Empezaron algunas revueltas y fue allí que empezó la represión. Despiadada y con miles de muertos.
En décadas sucesivas, la gente lo fue aceptando y asumiendo, no importaba quien estaba arriba, ni las internas palaciegas que hacían que muy de vez en cuando se despierten con un nuevo rey por la repentina muerte de su antecesor.
Algunos ancianos, en lo alto de la montaña empezaron a escribir en hojas lo vivido antes de esta dinastía en un vano intento de rescatar algo, pero era tarde, ya habían perdido las ganas de leer los pobladores. Solo algún libro de Historia a veces los rescata en pocos renglones a los ancianos para demostrar que se puede vivir en paz, los rescatan como de paso, casi con indiferencia sin mencionar siquiera, el nombre del pueblo.