Del blog de Juan Urrutia Elejalde
Prácticamente todos los domingos leo con atención Piedra de Toque, la tribuna de Mario Vargas Llosa en El País pues, en general, me interesan los temas que trata y siempre, sin excepción, disfruto de su lenguaje enriquecedor para este agreste hispanoparlante de la península. Mis recuerdos de su literatura se remontan a principios de los setenta cuando, desde los EE.UU. de América me deleitaba con lo que para mí era una maravillosa literatura latinoamericana. Por estas razones un si es no es nostálgicas me siento incómodo cuando a lo largo del tiempo mi apreciación política y literaria de su obra ha ido declinando poco a poco alcanzando su fondo con su ensayo La Civilización del Espectáculo y, ahora, con El Derecho a Decidir, título de la tribuna del domingo 22 de septiembre.
Antes de entrar en aguas profundas Vargas Llosa entiende con Cercas que ese derecho a decidir (un nombre que no sé porqué sustituye ahora, con ocasión de la explosión del independentismo catalán, al derecho de autodeterminación que, desde el comienzo de la transición ha estado sobre el tapete del debate político de fondo) no es sino una argucia del independentismo para atraer a su bando a los que no se atreven a decir su nombre…todavía. Y por lo visto le parece tal cosa debido a que ese derecho a decidir debería estar sometido a la Constitución del 78 que a estas alturas ya sabemos todos que deposita la soberanía en todo el pueblo español. En un ejercicio de escaso rigor o él o Cercas (no se sabe bien quién) comparan el ejercicio local de ese derecho a decidir con el posible disparate de que un ciudadano decidiera saltarse a la torera los semáforos en rojo. El rigor de la comparación me parece escaso porque si todos o muchos de los ciudadanos tomaran esa decisión no entiendo por qué nos opondríamos a ella.
Y acercándonos ya a lo que importa me parece, como mínimo, poco simpático caracterizar a los argumentos independentistas como inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias que acababan conformando una maraña de tonterías y lugares comunes que se asientan en la imaginación popular porque nadie serio se molesta en refutarlas desde una postura civilizada que no caiga a su vez en lugares comunes. En esto tiene razón D. Mario y no estaría mal que su tribuna sirviera para que se estableciera una conversación pública sobre nacionalismo que descartara el empleo de argumentos como los del nazismo o el tribalismo o, por el otro lado, el de tu más, más nazi o más tribal. Más allá de cantar a la diversidad maravillosa del estado español naciente de una Constitución aprobada con relativamente poca participación, cabría intercambiar opiniones sobre el derecho a la autodeterminación como el existente, cada uno con sus matices, en el Reino Unido, en el de Bélgica o en Canadá.
Lo que sigue es un esquema, basado en entradas relativamente recientes de este blog, (aquí y aquí) de lo que sería mi intervención en esa conversación siempre que en ella se dejara de lado las diferencias de poder entre las partes que conversan, si esto fuera posible. Las personas que aceptaran ese reto serían en mi opinión muy necesarias para afrontar algunos problemas de los que los conservadores no es que no quieran hablar, sino que se niegan incluso a mencionar. El derecho de autodeterminación es uno de estos temas. Se arrumba con dos o tres simplificaciones impresentables tales como que la Constitución no lo contempla o que el derecho internacional y los textos en que se plasma solo lo consideran para casos de descolonización. Cualquier cosa antes de tener que reflexionar un poco más allá de un statu quo tan artificioso como cualquier otro punto de partida.
Desde mi ignorancia jurídico-formal (no muy diferente de la de Vargas Llosa) se me ocurre, para empezar, que no parece muy difícil incluir en la tercera generación de los derechos humanos ese derecho de autodeterminación y que, para continuar y en la medida que las TIC facilitan la diversidad y el pluralismo en paz y se habla ya de una cuarta generación de derechos humanos relativos al ciberespacio, se acabará planteando el derecho de autodeterminación para horror de los conservadores que aborrecen cualquier cambio aparentemente brusco.
Pero a continuación esta conversación debería reconocer, aunque fuera como una simple hipótesis de trabajo, que la transición se ha acabado y que la política española se desencuaderna como un barco encallado que sufre los embates del mar. Artur Mas visita a Rajoy o se escriben cartas semisecretas y nada se entiende a partir de ahí. Algunos recordamos a Ibarretxe y su plan soberanista, otros vuelven a las ideas federales, casi nadie recuerda el derecho de autodeterminación y hay como una nostalgia del centralismo nada fácil de explicar a no ser que acudamos a las rentas de la capitalidad que haberlas haylas.
Seguiríamos conversando sobre el mundo y sobre Europa. Esta última parece querer refundarse pero no sabe cómo pues las ideas viejas le parecen poca cosa y no encuentra nuevas. La fusión de Estados y su fisión parecen cosas fantasmagóricas como si el statu quo hubiere alcanzado el extraño privilegio de lo natural. Y cuando llegáramos a plantearnos el futuro político del mundo nos encontraríamos pensando como si estuviéramos frente al enigma del Universo y no se pudiera poner en duda la teoría del Big Bang tan acorde con nuestra visión temporal de todo con su principio y seguramente con un final, aunque no sabemos cómo sería éste o si lo habría. Pero ¿si eso fuera solo pura inercia intelectual como me contaba poco tiempo antes de morir Fred Hoyle y lo sensato fuera renunciar a pensar en un principio y en un final ya que no podemos verificarlos del todo, y nos limitáramos a alguna versión aggiornata de la Teoría del Steady State según la cual la «estructura» básica es, de siempre y para siempre, la misma sin final ni principio?
Para terminar con esta conversación deberíamos dedicar tiempo y esfuerzo en educarnos mutuamente en lo que hasta ahora se ha llamado Teoría del Estado. La teoría política nos proporciona desde hace cuatro siglos una variedad de explicaciones, desde Hobbes a Schmitt, respecto a su origen y en cuanto a su final se piensa que todo marcharía hacia un Estado único. Este es un ejemplo, como el del Big Bang, de inercia intelectual que es hora de desmontar. Por mi parte yo trataría de contribuir tratando de cambiar de perspectiva y de dedicarnos a pensar en la generalización de una confederación asimétrica de comunidades identitarias con acuerdos entre ellas y sin ninguna autoridad central. Se me ocurre que podemos imaginar una perspectiva temporal a partir de el comienzo de este siglo XXI en la que, en un primer movimiento, ocurriera como una especie de extensión de una confederación entre Estados como los actuales para, en un segundo movimiento, asistir a un desinfle de esa construcción mediante la disipación de Estados que, primero, reducirían su tamaño y luego perderían su naturaleza de Estados y ganarían su categoría de comunidades para quizá, quién sabe, volver a empezar o continuar por caminos desconocidos.
¿Que esto es un nuevo feudalismo? Pues no lo creo ya que con el desarrollo de las TIC la libertad nos puede deparar grandes sorpresas. Merecería la pena realizar este ejercicio de imaginación llevando a cabo esta conversación contando, cómo no, con Vargas Llosa y aquella portentosa imaginación que exhibía en su literatura aunque sirviera, en esta ocasión, para poner trabas al desarrollo de la pobre imaginación de gente como el que esto suscribe.
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